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El buen doctor

Tras la interesante y emocional Kisses, Lance Daly estrenó, en 2011, la cinta El Buen Doctor. En ella, el  residente de primer año de medicina, Martin Blake (Orlando Bloom), vive en una lucha constante de búsqueda de reconocimiento social, personal y profesional. De intentar abandonar la indiferencia y mediocridad que ha impregnado todo en su vida. En ese contexto, el doctor Blake conoce a la joven Diane (Riley Kough), una paciente ingresada a su cargo por una pielonefritis, con quien se obsesiona poderosamente hasta el punto de tratar de dilatar su enfermedad con el fin de mantenerla cerca de él. La idea construida en torno a este tipo de obsesiones recurrentes, aun sin ser novedosa (recuerda a una mezcolanza entre Misery y Lolita), y la vieja reflexión que plantea sobre la soledad y la deshumanización que esta genera, me parece, por diversas razones, poderosamente apetecible y esperanzadora.

La puesta en escena inicial da la sensación de pretender dibujar una historia de corte intimista y ritmo lento. Estética minimalista, fotografía desvaída y un piano de fondo. Vemos a un doctor Blake de aspecto lechuguino y peinado complicado que ya en los primeros minutos nos han desgranado. En esos primeros compases, como decíamos, mis expectativas son considerablemente altas. Sin embargo, a partir de aquí, todo va cuesta abajo, y sin frenos. Y mi decepeción y estupor van acrecentándose progresivamente. El director (Lance Daly) y el guionista (John Enbom) parece como si viajasen juntos en el vetusto Seat 600. Giros bruscos en la trama, forzados, previsibles. Está contado todo con un ritmo parsimonioso durante gran parte de la película, y de pronto, en el último tercio, muta de forma artificial a emocionante y frenética, acelerando abruptamente (igual que los runners al cruzarse con algún conocido). Y aquello acaba resultando inverosímil por todas partes, haciendo que el poso de transcendencia que pretende obtener se acabe diluyendo.

Fotograma el buen doctor

Orlando Bloom no me pone. Tiene algún momento bueno, sin más, pero no me pone. Ni siquiera está cerca de hacerlo. Y la desvalida Riley Keough lejos de conmoverme, me produce un importante hastío acabando por darme un poco igual. Del resto del reparto poco que decir. Personajes con nula influencia en la trama y que acaban aportando muy poco a su desarrollo.  Y no será por falta de madera: el siempre solvente secundario Michael Peña, Evan Peters (American Horror Story) o J. K. Simmons (reciente y merecidamente oscarizado en la excelente Whiplash) son algunos de los nombres de los que dispuso el director.

Y luego está “lo otro”. Entiendo que no es sencillo hacer una película de temática médica y no caer en el intento de lucimiento. En conversaciones en torno a diagnósticos exuberantes. Giros clínicos inesperados y llamativos para el espectador. Yo, personalmente, lo encuentro demasiado recurrente y manido. Pero oye, que si le parece tan necesario e impactante introducir una colocación de una vía central en medio de la película, me parece perfecto. Eso sí, trata de hacerlo, al menos, decentemente.

Aquí el vestuario, las técnicas, los escenarios o los roles del personal sanitario ni se acercan a la decencia de lo verosímil. Ya ni sorprenden ciertos errores repetitivos en el cine como el del fonendoscopio colgado del cuello de todas y cada una de las enfermeras o las auscultaciones grotescamente simuladas. Pero aquí ni existen las tantas veces menospreciadas auxiliares de enfermería (tampoco es nuevo esto). Las enfermeras se niegan a extraer sangre (“será potente el resultado de ver a Bloom sacando sangre!!”). Además de esperpéntica y surrealista también la manipulación de la medicación intravenosa por parte del protagonista. Como detalle ilustrativo: desconozco si por problemas de traducción o de la distribuidora/productora, pero la contraportada de la película en España (y por ende casi todas las webs de cine españolas) versa en la sinopsis que la protagonista padece una infección del hígado. Para quien no lo sepa, la pielonefritis es una infección urinaria alta.

Todo esto, sin ser lo más relevante, a mí acaba por producirme todavía más pereza y frío. Hasta que llega el punto en que la decepción que llevaba minutos acuciándome vira finalmente a la indiferencia. Y ya no espero nada. Y tras hora y media aproximada, la cinta se acaba, sin más.

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