Matar a un ruiseñor
Seria como dispararle a un ruiseñor. Estas palabras no son sólo un parafraseo del título de una película sino que son el perfecto resumen de la lección de humanidad que dicha historia nos ofrece.
Dirigida por Robert Mulligan en 1962 y producida por el también director Alan J. Pakula, esta historia está basada en la novela homónima de Harper Lee.
Matar a un ruiseñor cuenta la historia de Atticus Finch, un abogado y padre de familia que se ve envuelto en un caso en el que un hombre negro es injustamente acusado por una familia blanca del lugar.
El sobresaliente trabajo que Gregory Peck realiza en la película es en buena parte responsable del impresionante resultado, sin ninguna duda. Pero Matar a un ruiseñor es mucho más que el expléndido trabajo realizado por todo el equipo.
Tiene esencia, y esa esencia es la que cala hondo en nuestro interior. Es una muestra en tiempo reducido del aprendizage que se adquiere a lo largo de la vida. Es vida en sí misma. Tiene magia, sueños y miedos representados en la infancia de Jem, Scout y Dill, los tres amigos que durante el verano intentan pasar los días viviendo tantas aventuras como puedan.
Pero como en la vida, no todo es diversión y pronto se darán cuenta que la protección que Atticus Finch les brinda, no abarca todos los dilemas a los que van a tener que hacer frente. Aprenden pronto que la vida no es siempre de color rosa. Pero seran conscientes también, de que a pesar de eso hay que continuar y dentro de lo posible, hacerlo sin pisotear a nadie más, sin juzgar o prejuzgar. Continuar ntentando no matar la inocencia y la libertad.
La ternura, la injustícia, la diversión y la intriga se mezclan en esta historia creando un mundo que una vez descubierto es difícil de olvidar.