Es un excelente momento para hablarles de la película Chicuarotes (2019) de Gael García Bernal, ya que hace un tiempo en las redes sociales mexicanas, especialmente en TikTok, se viralizó una tendencia llamada: “Ojitos Mentirosos” haciendo referencia a una popular canción peruana de los 70’s. En los videos iniciales se muestra el estilo de vida de los barrios periféricos de la Ciudad de México, cuyos protagonistas se pintan la cara de payasos, aludiendo a que el maquillaje es solo una máscara feliz que encierra la tristeza producto de la desigualdad que se vive en esos lugares. La crítica llegó cuando la gente dejó de entender el contexto y cayó en la romanización de la pobreza. Muchos usuarios de otros países también intentaron replicarlo, pero sin entender su origen y al final se transformó simplemente en un vil espectáculo.
Y es que la principal inspiración para los famosos vídeos nace justamente de Chicuarotes, una historia que comienza con un asalto en el transporte público, perpetrado por Cagalera (Benny Emmanuel) y Moloteco (Gabriel Carbajal), dos adolescentes de San Gregorio Atlapulco que buscan una salida a la precariedad a través de cualquier medio posible, desde trabajos mal pagados hasta delitos improvisados. Su vida es una sucesión de puertas cerradas, una carrera contra la pobreza estructural que no da tregua.
La fuerza de la película se apoya en sus actuaciones. Benny Emmanuel logra un Cagalera contradictorio: carismático y violento, tierno y explosivo, siempre al borde de perderlo todo. Gabriel Carbajal aporta a Moloteco una vulnerabilidad que rompe, porque es un reflejo de tantos jóvenes atrapados en un destino que no eligieron, pero en el que les tocó nacer. El elenco secundario no se queda atrás, Dolores Heredia, Enoc Leaño y Ricardo Abarca enriquecen aún más la trama y retratan sin filtros una realidad de familias fracturadas, sueños rotos y violencias heredadas.
Pero es la dirección de Gael García Bernal lo que convierte a Chicuarotes en un filme tan incómodo como necesario, aunque a veces sea difícil de digerir y entender. Los planos cerrados y la cámara nerviosa nos sumergen en el encierro de sus protagonistas; los escenarios se muestran con una crudeza que cala, pero que también logra colar momentos de humor ácido y pequeñas chispas de ternura, como recordándonos que incluso en la desesperanza hay pequeños momentos de extraña alegría.
Lo más valioso de Chicuarotes, justo en este momento, es que sin sospecharlo conecta con esa discusión que abrió el Trend de Ojitos Mentirosos: ¿qué significa habitar la periferia de la Ciudad de México? Ahí donde las oportunidades educativas y laborales están extremadamente centralizadas y los alrededores se han vuelto territorio de resistencia y de abandono. La película no pretende ser una declaración definitiva, porque es cierto que no todos en esas zonas viven de la misma manera, pero sí abre una ventana incómoda a esas historias donde no hay héroes, pero sí sobrevivientes que se defienden con lo que pueden.
Ver Chicuarotes no es sencillo, pero en estos tiempos en que las redes convierten la precariedad en tendencia, películas como esta nos devuelven a la realidad que, con frecuencia, preferimos no voltear a ver.
