Climax
Tras alzarse con un galardón en la quincena de realizadores de Cannes y con el premio gordo en la última edición del festival de Sitges, lo nuevo del siempre polémico Gaspar Noe ha llegado a las carteleras españolas dispuesto a no dejar indiferente a nadie.
Situada en los años 90, un grupo de bailarines de danza urbana se dedica a ensayar a fondo una coreografía. Tras el último ensayo intensivo, deciden celebrarlo en forma de fiesta con una gran fuente de sangría. Pero a medida que avanza la noche, una extraña atmósfera seguida de la locura se apodera del sitio y de los bailarines.
Si uno está familiarizado con la filmografía del director argentino-francés, sabrá que la provocación es su bandera y que generalmente sus películas son más estilo sobre sustancia, y esta ocasión no es la excepción. Y este último detalle no tiene porque ser necesariamente algo negativo, solo indica que la persona detrás de las cámaras debe ofrecerle algo apabullante al público, cosa que Noe hace a la perfección. Sobre el tema de la provocación, cada persona sabe cuales son sus límites y lo que está dispuesto a ver en pantalla.
Si bien es cierto que hay momentos de la cinta en los que al director se le ven los hilos y puede pecar de ciertas marcas ya empleadas con otras de sus películas en las que se nota el onanismo, todo lo que se muestra en pantalla tiene un motivo, aunque el principal sea provocar una emoción muy visceral. Desde ese impresionante plano secuencia en el que los bailarines se dejan la piel ensayando su baile pasando por las conversaciones en apariencia casuales pero que ayudan a dibujar a cada personaje o de la presentación de estos a través de una pantalla de televisión (en la que, por cierto, Noe no se corta ni un pelo en mostrar sus referencias) hasta la locura más angustiosa y desestabilizadora.
Porque si alguien puede llevar al público a una fiesta en apariencia normal para después llevarlo a una pesadilla lisérgica y no soltarlo, ese es Gaspar Noe. Y lo peor de todo, es que cuando agarra de la mano, es imposible soltarse, por muy desagradable que sea lo que ven los ojos, es al mismo tiempo fascinante de contemplar toda esa vorágine de desinhibiciones. Además, las partes se diferencian a la perfección: Mientras que en la primera mitad la cámara uno se siente como un mero observador recorriendo todos los rincones de la sala de baile, para la segunda mitad la inestabilidad que sufren los personajes también la sufre el espectador, momentos en los que Noe se permite mucha más libertad estética usando ciertos movimientos similares a los de Irreversible con la misma sensación de agobio y claustrofobia.
Además de la fotografía y del fantástico aprovechamiento del espacio, también hay que reconocer sus méritos en el montaje donde nuevamente, el espectador logra ponerse en la piel de los bailarines; en la banda sonora a la que ha hecho contribuciones Thomas Bangalter de Daft Punk y anima de adentrarse en una fiesta clandestina a cualquiera y por supuesto, el trabajo de los actores. Estoy convencida de que han tenido que hacer un esfuerzo físico y mental impresionante para no verse superados por ciertas situaciones.
Por el contrario, como suele suceder con Noe, el problema llega cuando suelta su discurso y este es homófobo, machista, misógino y contra el aborto. Es en ese instante en el que uno no puede evitar esbozar una mueca de disgusto, y ni hablar de como presenta a las mujeres excesivamente sexualizadas o como en ciertos momentos se dedica a la vejación. No se trata de que deba prevalecer un discurso de lo políticamente correcto como dicen (y temen) algunos, sino de no faltar al respeto a las personas de una manera tan abierta.