Ready Player One
Mi infancia transcurrió en los ochenta, y mi adolescencia en los noventa. A nivel cinéfilo, uno de los efectos secundarios que estas décadas me dejaron para los restos es que si el nombre de Steven Spielberg aparece en el cartel de una película, tengo que ir a verla en pantalla grande porque A) Me va a encantar o B) Voy a alucinar.
Cuando además resulta que al que es sin duda uno de tus directores fetiche se le ocurre adaptar uno de los libros que más has disfrutado en los últimos años (Ready Player One, de Ernest Cline), el nivel de expectación sube tantos puntos que incluso vas contando los días hasta el estreno. Lo confieso, cuando las luces se apagaron, durante unos segundos temí que lo que iba a ver terminara defraudándome. ¿Lo hizo? Antes de contestaros, prefiero hablaros un poco sobre la más reciente obra del mago del cine.
En un futuro no muy lejano y bastante deprimente, los seres humanos se evaden de la realidad conectándose a Oasis, un mundo virtual en el que puedes ser quien y como quieras, y hacer prácticamente lo que se te antoje. James Halliday (Mark Rylance), el creador de dicho mundo, decide dejarle su fortuna a la persona que encuentre el huevo de pascua virtual que ha escondido en algún lugar de Oasis antes de morir. Aquellos que quieran hallarlo, tendrán que superar pruebas y resolver acertijos basados en la vida del propio creador. Y es aquí donde entra en escena nuestro protagonista, Wade Watts/Parzival (Tye Sheridan), un chico huérfano que persiste en la búsqueda propuesta por Halliday, y que por el camino aprenderá unas cuantas lecciones vitales y se enfrentará a la todopoderosa IOI, la empresa que pretende hacerse con Oasis con fines lucrativos, liderada por Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn). Afortunadamente, nuestro protagonista contará con la ayuda de otros cazadores: Art3mis (Olivia Cooke), Aech (Lena Waithe), Sho (Philip Zao) y Daito (Win Morisaki).
En principio, la sinopsis de la película y el libro coinciden. Pero en pocos minutos te das cuenta de que el Ready Player One que Spielberg nos propone tiene el alma, pero no el cuerpo de la novela. Puedo entender que para much@s de vosotr@s eso suponga un impedimento para disfrutar del filme. En mi caso, no lo fue, sobre todo porque intuía que la densidad de cuanto ocurre en el libro no iba a poder condensarse en una sola película. A pesar de ello, se nota que la adaptación está hecha con mucho mimo, respetando el espíritu de la historia de Wade. Esto se debe probablemente a que ha sido el propio escritor, Ernest Cline, el encargado del guión junto con Zak Penn (Los Vengadores, 2012).
El reparto, sin ser brillante, cumple a la perfección con sus roles. Hay que tener en cuenta que gran parte de la acción ocurre en Oasis, donde en lugar de a los personajes de carne y hueso encontraremos a sus respectivos avatares. Este mundo virtual ha sido diseñado con la estética de un videojuego animado, es decir, tratando de transmitir una experiencia realista, que no real, tanto de los avatares como de los múltiples escenarios en los que transcurre la historia. Tratándose de Spielberg, que como director y productor deja pocas cosas al azar, podemos intuir que ha querido diferenciar de forma consciente ambos mundos, el real y el virtual, una cuestión que podemos entender mejor tras visionar la película.
En el plano musical, la elección de un peso pesado de los ochenta y noventa como Alan Silvestri resulta totalmente acertada. Su partitura se funde con la acción, aunque no ha conseguido colarnos ninguna melodía que vaya a convertirse en emblemática (algo que si hizo con Regreso al Futuro o Forrest Gump).
Y no saldrás del cine tarareando un tema pegadizo, pero lo que sí harás es preguntarle a tus compañer@s de visionado si consiguieron ver a Hello Kitty, He-man o la nave Serenity en tal o cual escena. Porque si de algo está llena esta película, es de referencias que harán las delicias de los amantes del cine, los videojuegos y la ciencia ficción. De alguna forma, Spielberg nos propone también que seamos “cazadores de huevos” durante todo el metraje, retándonos a analizar cada escena en busca de un guiño fugaz. Impresionante también la recreación de una de las grandes obras de Kubrik, de la que no daré más pistas porque es para disfrutarla de principio a fin.
Así que, lejos de defraudarme, disfruté de esta película como la niña que también disfrutó de E.T., de Encuentros en la Tercera Fase y de Indiana Jones allá por los ochenta, la niña a la que no le importaban los guiones, la fotografía ni las subtramas, sino que simplemente se dejaba llevar por la magia que uno de los mejores directores de Hollywood le mostraba.