Tomboy
Desde hace unos años en el mes de junio, mes del orgullo LGBT, tengo la tradición personal de poner el foco sobre una película cuyo tratamiento se centre en alguna de las siglas del colectivo, que si bien este detalle es insuficiente y tiene un peso más bien simbólico, el objetivo es aportar un pequeño grano de arena y con suerte generar un pequeño ejercicio de empatía y respeto, que dicho sea de paso, buena falta hace. Por suerte la cinta que traigo hoy hace un excelente trabajo con su enfoque. Os hablo de Tomboy.
Laure es una niña de 10 años que se acaba de mudar con sus padres y su hermana pequeña Jeanne a un nuevo bloque de edificios en las afueras de París. Durante su llegada en pleno verano, Laure sale a explorar por el bloque y con facilidad se hace amiga de un grupo de niños donde se encuentra Lisa, quien se enamora de ella. Sin embargo, debido a su aspecto y a su corte de pelo, Laure se hace pasar por Michael con su nuevo grupo de amigos.
A pesar de lo delicado que puede parecer el planteamiento, y más cuando se trata de niños, al igual que la mayoría de la filmografía de Céline Sciamma, hay una calidez y un confort inherente que rodea los fotogramas que suaviza cualquier espina que pueda surgir en el camino, siempre con una mirada cargada de naturalidad. Y es que esa naturalidad y esa calidez resultan las mejores virtudes para seguir de cerca el conflicto de Laure, desde la presentación de su nuevo hogar, la relación que mantiene con sus padres y sobre todo con su hermana Jeanne y el modo que tiene Laure de relacionarse con las personas fuera de su nicho familiar, creando su propio microcosmos y ofreciendo un vistazo a quién es en realidad Laure sin tirar de dramatismos ni morbo tan propios de historias con personajes LGBT.
Similar a lo que sucedía en Un pequeño mundo, ambientar el conflicto en la infancia le confiere un aire de inocencia pero también supone una primera toma de contacto con los roles de género en una sociedad que también afecta a los menores. Como los niños pueden mostrar un carácter más autoritario porque es lo que se espera de ellos frente a las niñas que deben ser más obedientes y dóciles, tanto en un grupo de amigos como en con la propia familia; que algunos deportes como el fútbol parezcan más asociados a la idea de masculinidad y por ende de competitividad, como ellos tienen lugares que prácticamente reclaman como suyos mientras ellas se limitan a mirar y a hacer de cuidadoras y donde ellos pueden enseñar su cuerpo con menos pudor. A través de la lente de Sciamma, el espectador es testigo de estos códigos que la mayoría tenemos asumidos, solo que hasta que no los muestran con claridad uno no es consciente hasta qué punto están enquistados en la psique y en nuestra forma de actuar o de presentarnos ante el mundo. Y lo mejor de todo es que dicho códigos van surgiendo a través de vivencias orgánicas de un verano común sin necesidad de señalarlas con el dedo.
Además de rezumar delicadeza con el tratamiento de la expresión de género, la misma sensibilidad se encuentra con la relación entre Laure y Jeanne, quienes otra vez haciendo gala de la inocencia y la bondad que tienen los niños, o niñas en este caso, demuestran una sororidad encomiable. Jeanne entiende el dilema por el que está pasando su hermana y hace todo lo que está en su mano por ayudarla a presentarse como ella quiere y esconder su “juego” de sus padres, mientras que Laure hace todo lo posible por defender a su hermana pequeña en caso de que se meta en un lío, comportándose más como debería comportarse Michael de acuerdo a los estándares masculinos, y a la vez encontrando un gran refugio en Jeanne como su gran confidente, formando un vínculo entre ambas envidiable y poniendo de manifiesto otra vez que los niños en ocasiones son las personas con menos prejuicios que existen.
La naturalidad de la película por supuesto que se traslada a las interpretaciones de los actores, donde durante toda la cinta simplemente parecen personas corrientes casi como si estuvieran en un documental en lugar de actores haciendo su trabajo. Y como no podía ser de otro modo, es Zoé Héran como Laure/Michael quien brilla con luz propia a través de los primeros planos de su rostro infantil, con unos ojos capaces de transmitir una montaña rusa de sensaciones y unos silencios que, lejos de generar incomodidad, transmiten todas las dudas que se le pasan por la cabeza a la joven protagonista.
En resumen, se trata de un sencillo pero esclarecedor ejercicio de empatía que deja la puerta abierta a la esperanza, aunque sea a través de los ojos de los más pequeños.