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Barton Fink

Bien saben aquellos que me rodean que al hablar de grandes nombres dentro del cine que no me hacen especial gracia no tardan en venir a mi cabeza los hermanos Coen. Sin embargo, aquellos que me conocen también saben que no soy una persona dada a cerrar puertas definitivamente en cuanto a cine y series se refiere, por lo que si tan laureados son esta dupla de cineastas era cuestión de tiempo hasta que encontrarse algo de ellos que tal vez sí fuera de mi agrado y pudiésemos limar asperezas. Me complace anunciar que ese día ha llegado.

En 1941 después de un éxito como dramaturgo en Broadway, Barton Fink viaja hasta Los Ángeles para escribir un guion cinematográfico en un hotel. Una vez en el hotel, Barton sufre de un agudo bloqueo de escritor. Su vecino, un amable vendedor de seguros, tratará de ayudarlo, pero la tarea de Barton de terminar de escribir lo que ha empezado cada vez será más complicada debido a una serie de circunstancias.

El gran punto a favor de la cinta es que desde el minuto uno el juego de metaficción que se trae entre manos es irresistible. Con una puesta en escena inminentemente teatral con un limitado número de localizaciones y personajes secundarios que entran y salen del marco; y onírica y surrealista a medida que el metraje avanza, el guion deja que fluya un discurso muy ácido sobre lo que supone el hecho de escribir a través del personaje de Barton y de su nuevo entorno, donde la gracia del asunto es no saber dónde comienza la parodia y dónde termina la realidad. Sin embargo con el libreto los Coen no se conforman con dar rienda suelta a lo que supone escribir, las miserias del oficio, la competitividad del mundillo, las diferencias abismales entre un medio y otro así como las diferencias entre ciudades como Nueva York y Los Angeles, sino que la ambientación en los años 40 no es mero capricho. De este modo pueden indagar en la época dorada del cine estadounidense, el poder que tenían los grandes estudios sobre la toma de decisiones o la inminente amenaza de guerra que crispaba el ambiente y hacía que todo se volviese más enrarecido.

Por si la agudeza del guion no fuera suficiente, los Coen con ayuda de Roger Deakins en la fotografía y el diseño de producción a cargo de Dennis Gassner saben que en ocasiones los hoteles son unos sitios perfectos para crear suspense y generar una tensión envidiable, y aquí hacen todo lo posible por aprovechar dicho recurso. Cuando uno es testigo del registro de Barton en el hotel Earle, se le empiezan a encender las alarmas en la cabeza, y a medida que Barton va teniendo diferentes problemas para centrarse en su trabajo debido a todo lo que sucede en el hotel, las molestias empiezan a acumularse de una forma surrealista, conduciendo al personaje protagonista y a los espectadores a un lisérgico viaje a la locura, a los confines de la mente y a una espiral de decadencia muy deudora del cine de David Lynch, donde incluso Barton Fink físicamente puede recordar a Henry, el protagonista de Cabeza borradora.

Barton Fink

Y a pesar de todo el embrollo de géneros y de idas y venidas que en esta ocasión parece estar medido con precisión milimétrica y resultando en un cóctel aparentemente imposible, no sería una película de los Coen si en el fondo no fuese un neo noir muy particular. Porque al final todos los personajes que aparecen a lo largo de la cinta deben tener un propósito, que no es otro que el de rebasar ese equilibrio y que todo se vuelva más caótico en un tercer que acto mucho más característico de la filmografía de los directores y que, extrañamente, está en concordancia con el resto del filme, donde toda esa verborrea discursiva sobre el oficio de escribir y todo ese surrealismo terminan por descontrolarse en una explosión final que desde luego es capaz de generar ansiedad de mil manera diferentes y por motivos muy válidos.

A lo largo del cuerpo de este texto me he desenvuelto en halagos ante la maestría del guion, pero las palabras caerían en saco roto de no ser en gran parte por la interpretación de John Tuturro como Barton Fink. Un personaje que comienza comedido, con ciertos temores y dudas y también con sus buenas de dosis de patetismo inherente. Pero poco a poco se va sintiendo más cómodo en el hotel, va soltándose la lengua y va siendo más él mismo, regalando escenas para el recuerdo donde toda esa frustración para con su trabajo acaba aflorando más claramente en el tercer acto. Lo mismo se puede decir de John Goodman como el misterioso vecino de habitación, un hombre común y corriente tal y como lo describen en la película, con aspecto bonachón, pero una vez más, no es oro todo lo que reluce. Y las escenas de ambos compartiendo plano e intercambiando ideas son un deleite en cuanto a tensión y humor.

Puedo entender que la amalgama de géneros e ideas que proponen aquí los Coen pueda espantar a más de uno, especialmente el discurso sobre el arte puede granjearles alguna que otra etiqueta, pero no puedo evitar afirmar que en este caso me han ganado por completo y no puedo estar más contenta de que por fin hayamos llegado a un leve entendimiento.

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