El otro
No sé a vosotr@s, pero a mí las películas protagonizadas por ‘niñ@s chung@s‘ (las encarnaciones del mal de toda la vida) me provocan un temor más profundo que muchas otras que encajan mejor en los cánones del cine de terror.
Y no me refiero solo a ejemplos como El Exorcista o La Profecía, en los que las pobres criaturas son manejadas por una fuerza diabólica, sino a aquellos filmes en los que nos cuesta encontrar algún rastro de inocencia o bondad en los ojos de sus pequeños protagonistas, tal y como le ocurrió a Deborah Kerr en Suspense, o a Elijah Wood en El buen hijo.
Sin embargo, y dada nuestra innata tendencia a recrearnos en aquello que encontramos inquietante, cuando descubrí que Netflix había incluido en su catálogo la película El Otro (1972), no tardé mucho en decidirme a verla tras leer su sinopsis.
Dirigida por Robert Mulligan (Matar a un ruiseñor), y basada en la novela de Tom Tryon del mismo nombre, la historia resulta algo arquetípica: Dos niños gemelos con pinta de querubines (Chris y Martin Udvarnoky) viven junto a su familia en una granja de la América profunda de los años 30. Al principio todo son juegos y travesuras, pero en poco tiempo las desgracias comienzan a sucederse en su entorno a una velocidad pasmosa.
Por el camino encontraremos una madre trastornada (Diana Muldaur) a la que fácilmente podríamos apellidar Bates, una abuela (Uta Hagen) con ínfulas de profesora de Hogwarts, un anillo para gobernarlos a todos y hasta al alter ego de Brandon Stark. Ahí lo dejo.
Como curiosidad, cabe destacar el pequeño papel de John Ritter, el famoso actor protagonista de la mítica serie Apartamento para tres.
Y tal vez os estéis preguntando, ¿puede funcionar un batiburrillo así? En palabras de Bilbo Bolsón: “Pues no… y sí…”
Si buscas una película llena de sustos basados en golpes de sonido y apariciones en un espejo tras un enjuagado de cara, entonces ni te molestes en añadir El Otro a tu lista. Aquí la angustia te la sirven a cucharaditas, así que cuando quieres darte cuenta y llega el esperado giro de guión (y digo esperado porque desafortunadamente es bastante previsible) los querubines rubios te dan más yuyu que las muñecas de porcelana.
En el plano técnico, es obligado hacer mención a la banda sonora, compuesta por Jerry Goldsmith, pero que sin embargo me dio la impresión de que no terminaba de encajar con el tono de la película. Por otro lado, la historia coquetea con lo sobrenatural y lo onírico, y ello se traduce en una fotografía que juega con zonas de luz y de oscuridad como metáforas de la acción o del estado de los personajes, lo cual es, a mi parecer, uno de los puntos fuertes del filme.
Los gemelos Udvarnoky defienden sorprendentemente bien sus roles teniendo en cuenta su corta edad e inexperiencia. Robert Mulligan supo aprovechar este hecho incluyendo un gran número de primeros planos en los que nos obliga a plantearnos qué hay realmente detrás de esas miradas cándidas. Esta atención tiene como contrapartida que otros personajes queden algo desdibujados o funcionen como meras comparsas de la pareja de protagonistas.
Reconozco que en su primer tramo no era capaz de decidir si lo que estaba viendo se trataba de una cinta de terror, un thriller o un drama. Pero conforme la historia se iba desarrollando, la respuesta a esa pregunta dejó de importar, y me dediqué a disfrutar de la atmósfera de la película, y del juego que también a nosotros, como espectadores, nos propone.
