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En homenaje al recientemente fallecido Andrzej Zulawski y teniendo en cuenta el perfecto contexto que proporcionan los últimos días de octubre para descubrir y revisar cine de terror, decidí ver, entre muchas otras, La posesión, película de 1981 protagonizada por Isabelle Adjani y Sam Neill. Las tantas confusas, contradictorias e interesantes palabras sobre ella que han llovido desde su estreno hace 35 años me han llevado a intentar plasmar mis pensamientos sobre la obra del director polaco a riesgo de, por pura probabilidad temporal, repetir algo ya dicho.

Esta obra parte de unas peculiaridades que en el cine de terror actual se han perdido. Podríamos enumerar tres puntos básicos que construyen la fuerza de La posesión, tres puntos que hoy en día brillan por su ausencia. Esto es: El ritmo, la insinuación y la diferencia. En el filme de Zulawski estos tres elementos no solo están presentes, sino que encajan en un engranaje mayor que se adapta a un género concreto pero que podría dictar las reglas de cualquier gran película en la relativamente corta historia del cine. Esos aspectos poseen la sinergia y la coherencia necesarias para desembocar en los resultados que todos esperamos al sentir el cine. Esos resultados son las oscilaciones de emociones que parten del resquebrajamiento de la zona de confort de la razón. Tanto en un Stanley Kubrick llevándonos al distópico futuro y al oscuro pasado, como en un Harmony Korine revelando los entresijos del nihilismo post-moderno, como en un John Cassavetes ilustrando la intrusión de la duda en el núcleo familiar, se puede observar a la razón descolocada, enseñando al mundo una brecha donde lo que parecía ser una cosa establecida y delimitada, ha resultado deforme, destruida, cambiada o simplemente movida de lugar.

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En La posesión encontramos un ritmo ideal, una insinuación que poco a poco va despejando unas dudas humanas mientras crea otras inhumanas y una diferencia que estriba en apartarse de los estándares del cine de terror, pero no para alejarse de ellos completamente, sino para acercarse a través de otros caminos. Hoy en día tenemos un cine de terror efectivo con etiqueta de producto como Insidious o Sinister, las cuales no son fallidas pero no consiguen tocar emocionalmente ni descolocar al espectador y otras propuestas más independientes y alternativas, como It Follows o Babadook, las cuales se pierden en sus intentos de diferenciar e insinuar porque no parten con ideas que van tomando los aspectos de diferencia e insinuación, sino que parten de esos conceptos, haciendo lo posible por separarse de unos estándares de manera que tal movimiento se muestra demasiado obvio, demasiado plástico, demasiado absurdo.

Es cierto que este filme no es el clímax del cine. Posee fallos notorios en algunas partes y, personalmente, hay momentos que me han dejado frío o resultado incoherentes, pero posee virtudes que la levantan por encima de muchas obras del género. Las oscilaciones emocionales que es capaz de conseguir partiendo de elementos propios del género de terror para integrar eso a la coherencia y la sinergia de los elementos antes citados permiten al film de Zulawski sobresalir en un género lleno de paja y donde es difícil encontrar la preciada aguja. Pero vaya aguja nos hemos encontrado si vemos esta película. Capaz de atravesar cualquier capa más allá del miedo y la incomodidad, poco a poco, con un control del ritmo envidiable, va desvelando aquello que al principio nos descoloca y nos molesta. Las actuaciones son indecentes, violentas y ruidosas, el ambiente, cuidado por una estética precisa y pensada, es enfermizo y hierático, las relaciones entre los personajes son convulsas y poco claras. Eso existe desde el primer minuto del film, sin embargo, hasta pasada una buena cantidad de minutos, todos aquellos rasgos nos dejarán en un estado que va de la rabia a la incertidumbre, del hastío a la curiosidad. Zulawski, entonces, sin que seamos capaces de evitarlo, ya nos ha poseído sin piedad.

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Lo demás funciona solo, como si estuviese determinada la existencia de lo que sucede en la película, se entiende que todo lo que pasa, pasa porque debe pasar así y no de otra manera. Puede que esto no sea tan cierto en algunos momentos del final, pero es aquella la sensación que perdura posterior al visionado. Una vez que, hábilmente, los elementos se han dispuesto sobre la mesa, la precisión, el magnetismo y la fuerza del arte los une sin necesidad de nada más. Y por más clásica que parezca la frase, esto es, apropiadamente, una lección de cómo crear.

No es necesario decir más de La posesión. Me parecen vanos los intentos de encontrar metáforas, significados en la mirada de uno de los personajes al polvo del suelo en el minuto X. Las lecturas cinematográficas que se esfuerzan por dividir en secciones y momentos diminutos las partes que ya de por sí no deben ser divididas por crear un conjunto tan armónico me parecen que, aunque puedan ser interesantes, no dejan respirar al propio arte, que se mueve en territorios oscuros a los que nosotros, con nuestros siempre insuficientes juicios estéticos, intentamos poner un poco de luz. Eso sí, hay que intentar no cegar a la obra con las palabras. Por eso, sobre ésta y cualquier otra gran película, a veces es mejor sentir y no hablar demasiado.

La nota de filmfilicos
Autor/a
(AKA )
Descripción: Estudiante de filosofía, descerebrado amante del cine, hombre bajo la influencia del arte y fanboy de John Ford. Con la muerte en los talones, me convertí en centauro del desierto. El humor es siempre necesario y, si algo nos molesta, hay que recordar que todas las cosas están en contradicción con si mismas. Frase: “Spring break forever, bitches”.
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