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Desde hace unos años es notable la tendencia con la que muchos directores hacen gala de un valiente ejercicio de introspección y se atreven a plasmar en el celuloide parte de su vida, generalmente de su infancia, resultando en películas que desde luego no pasan desapercibidas. Y resulta comprensible que en gran parte de esos filmes tan personales el cine juegue un papel primordial en su desarrollo, pues en la mayoría de los casos gracias a ese refugio muchos de ellos están detrás de las cámaras haciendo su labor años después. Asimismo, desde hace un par de años también es curioso ver como cada vez en más habitual encontrar cintas que hablen tan abiertamente del amor o fascinación que genera el cine desde muchos prismas con ejercicios de metaficción puros y duros para todos los paladares. La película de hoy claramente cae dentro de la segunda categoría mencionada, solo que nada podría haber preparado al publico para su auténtico y contundente contenido. Os hablo de Babylon.

Situada en Los Angeles durante los años 20, la historia a un grupo de personajes en su ascenso y caída en el Hollywood de la época con todos los excesos y consecuencias propios de aquel período.

Si hay una palabra que defina esta película es exceso, y exceso en toda la extensión de su significado, algo que sin duda hará que encuentre opiniones contrapuestas en los espectadores. Su primera escena ya es una buena carta de presentación para lo que se va a encontrar uno a lo largo de sus tres horas de metraje: una conjunción de grandes momentos donde cabe absolutamente todo, desde lo más escatológico pasando por todo tipo de fetiches a situaciones absurdas en las que es complicado prever que reacción van a causar, si carcajadas, exclamaciones de asco, apartar la vista de la pantalla ante el temor o unos ojos abiertos como platos ante la incredulidad, donde a su lado El lobo de Wall Street parece algo contenido. Literalmente todo cabe en la película, incluso lo imposible y afirmar esto no sería ser hiperbólico, seria empezar a rascar la superficie y una advertencia pero también una invitación para que cada uno se aventure a entrar en la cinta y se forme su opinión propia.

Babylon

Indagando más en esa compilación de grandes momentos, dicho resultado no es solo fruto del guion y el tono, si no que grande parte esa opulencia se debe a todo el trabajo de Damien Chazelle, quien aquí lleva sus signos más reconocibles al límite, volviéndose completamente loco, juntando todo tipo de situaciones grotescas y desenfrenadas en una coctelera y saltando al vacío con varias piruetas que nuevamente, es cuestión de cada espectador decidir si aterriza o si por el contrario se desploma. La exuberancia de la fiesta inicial a través de un plano secuencia en un caos perfectamente orquestado que puede recordar a Boogie Nights pero que a la vez es símbolo ya del propio Chazelle, los veloces paneos de la cámara entre un personaje y otro que casan como un guante entre todo ese frenesí, el uso de la música jazz diegética que sirve para establecer el tono tanto vibrante e imparable como el más melancólico llegado el momento o esa obsesión sobre perseguir los sueños a toda costa por muy difíciles que se antojen son tan solo unos ejemplos muy prácticos de las inquietudes y virtudes del cineasta. Todo ello con una fastuosidad en pantalla donde salta a la vista el presupuesto en cuanto a los escenarios, la fotografía y el vestuario emulando esos “felices” años 20 que tal y como se puede apreciar desde el primer minuto, esa felicidad no es más que efectos, una farsa, una ilusión momentánea para tapar mucha oscuridad.

Al haber incontables excesos y que el filme esté pensado con esa aura de descontrol, sería muy fácil que a nivel narrativo no tuviera un hilo conductor entre los personajes o que no tuviese una historia propiamente hablando. Podría conformarse con ser un alarde de realización y caos muy bien filmado con el fin de generar pulsiones, y no nos engañemos, la película en gran parte es eso. Pero al mismo tiempo aunque tiene escenas y secuencias en las que da la sensación de que puede ir más a la deriva, si uno sabe ver más allá del (falso) glamur se encontrará con algo similar a lo que hacía Tarantino en Érase una vez en… Hollywood: realizar una falsa carta del amor a una época en concreta y asentar un discurso sobre el poder reparador y al mismo tiempo destructor del cine. Y resulta admirable como Chazelle consigue asentar estos discursos en tres horas cuando podrían quedar fácilmente sepultados entre las grandes letras de Los Angeles y sirve para darle alas a los personajes.

Y en esta amalgama de personajes y estímulos, lo que en un principio parecía una simple oda al exceso y a definir los años 20 como una época llena de opulencia va dando síntomas de fracturas desde el primer acto, pero es en el tercero cuando esas grietas terminan por romper completamente el frágil cristal del espectáculo, pues como en todas las historias de ascenso y caída, cuanto más elevada es la cumbre más pronunciada es la caída en desgracia de los personajes. Y el guion no se corta ni un pelo en lanzar a los personajes a lo más profundo del abismo en un acto final que si alguien creía que ya no se lo podía sorprender, que vuelva a mirar pues quedaba gasolina para rato, tanta que al final uno puede acabar exhausto ante una experiencia tan intensa.

Babylon

Tal y como he mencionado, un sinfín de escenas memorables implica que hay otro gran número de personajes memorables. Y aunque la cinta cuente con un buen puñado de secundarios donde cada uno puede elegir su favorito (personalmente yo me quedo con Tobey Maguire y su inquietante presencia en unas pocas escenas donde consigue robarse por completo la función), no se puede obviar quienes son las verdaderas estrellas de la función. Diego Calva, quien comienza la película ejerciendo la labor de ojos del espectador, de guiar a través de todo ese sórdido mundo pero que a partir del segundo acto va teniendo una evolución cuanto menos interesante de ver y que finalmente supondrá su caída. Y por supuesto Margot Robbie, quien más allá de su presencia y su porte como actriz demuestra un registro a lo largo de todo el metraje donde prácticamente hace todo, resultando en la columna vertebral de la película.

Es difícil resumir todo el cúmulo de secuencias en pocas palabras y es imposible que las sensaciones entre un espectador y otro sean las mismas, pues cuando se está ante un filme tan extremo en sus formas las opiniones van a ser muy dispares. Pero pese a todas las imperfecciones que se le puedan achacar, es de agradecer que muy de vez en cuando exista una película así, con grandes estrellas en un proyecto zambulléndose de lleno en una piscina literal y metafórica y con un director desatado en el mejor de los sentidos haciendo lo que mejor sabe hacer, la película que él quería sin importar nada.

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