En una época donde las redes sociales son una parte casi indispensable de nuestra vida diaria, el contenido del espacio virtual parece inabarcable y la tarea de separar paja de lo valioso se vuelve casi imposible. Con cada click, scroll o segundos que empleamos mirando un determinado video, el algoritmo toma buena nota de todas nuestras acciones para aprender sobre nuestros gustos y hacernos mejores recomendaciones, volviendo a la casilla de salida en un ciclo sin fin de falsa dopamina generada por las redes. Pero de vez en cuando, estos algoritmos cada vez más inteligentes y que más saben sobre uno mismo, a veces incluso mejor que el propio individuo, da con una recomendación a la que al principio no se le hace mucho caso, solo que por x o por y esa pequeña recomendación sigue dando vueltas por la cabeza, y en el caso de hoy, esa recomendación aparentemente inofensiva ha sido un acierto mucho mejor de lo que podía vaticinar. Os hablo de Cabaret.
Basada en el musical homónimo de Joe Masteroff, Fred Ebb y John Kander que a su vez se inspira en la novela Adiós a Berlín de Christopher Isherwood, la historia se sitúa en Berlín durante los años 30, los últimos años de la República de Weimar, en pleno auge del nacional socialismo alemán. En medio de todo el convulso clima político, Sally Bowles y el maestro de ceremonias todas las noches actúan en el Kit Kat Club, un espacio donde el glamur, la música y el baile son los protagonistas que permiten olvidar a su público la cruda realidad de afuera.
He de comenzar aclarando que para esta ocasión no estaba familiarizada ni con la novela original ni con el musical, más allá de conocer la curiosa premisa de Cabaret. Y es más curioso aun al adentrarse en sus fotogramas de que pese a ser una cinta que retrata una época de hace casi 100 años, desgraciadamente si también se echa un vistazo a la realidad de hoy uno puede comprobar que hay aspectos que siguen muy vigentes. El maestro de ceremonias da la bienvenida al club con un plano inicial que busca la distorsión entre la realidad de la Alemania de aquellos tiempos y el ambiente kitsch que se respira en el mundo underground, uno que en principio parece ser ajeno a la situación política. Queda sentarse en los asientos y disfrutar del espectáculo, un show donde cabe todo y donde la promesa de escapismo está garantizada, ya sea con las chicas, los chicos o la banda.
Pero detrás de todo ese entretenimiento de Cabaret siempre hay algo agazapado en la oscuridad. Ya sea por la espectacular gesticulación del maestro de ceremonias, la distancia entre él y los espectadores que uno nunca sabe donde yacen sus lealtades y si el espectáculo es pura sátira o poco a poco una muestra insidiosa de como el fascismo también puede llegar al arte, el juego de luces y sombras que hace Bob Fosse para las representaciones en el Kit Kat Club o los ángulos que combinan lo mejor de la técnica teatral y cinematográfica, haciendo que los números se vean increíblemente dinámicos y que serian influencia para otros grandes musicales como Chicago; el montaje que superpone las actuación del club con los eventos del exterior, o la actitud de Sally, como si viviera en un estado de negación y autodestrucción seducida por la vida bohemia sin querer enfrentarse a lo que tiene alrededor.
Aun con todo ese trasfondo tan siniestro, la trama que gira en torno a Sally y Brian tiene sus muy inspiradas escenas de humor, haciendo que el visionado también se convierta en una experiencia muy agradable. Y por mucho que Cabaret deja claro que se trata de un musical, la película bucea por diferentes géneros de manera sorprendente, desde la comedia más ligera y desenfadada pasando por el drama romántico y llegando a un estudio de personajes dramático en consonancia con la época. Es cuanto menos un viaje muy inesperado pero inspirado por todo ese período, donde tanto los personajes como el público empiezan a ser testigos del auge del fascismo en el único número musical fuera del club, el sobrecogedor “Tomorrow belongs to me”, como va colándose por las rejillas de la sociedad como algo meramente inofensivo e incluso necesario hasta que ya es demasiado tarde y se ha incrustado de lleno en todas las capas de la sociedad alemana.
Por la historia y los números musicales no fueran suficientes, la película cuenta con dos actores en excepcional estado de gracia. El ya mencionado Joel Grey como el maestro de ceremonias, carismático a rabiar y con un puntillo siniestro en la teatralidad de sus gestos, un personaje que llena la pantalla con cada una de sus performances, y por supuesto la increíble Liza Minnelli como Sally Bowles, la dichosa aspirante a gran actriz, con su actitud despreocupada, infantil e idílica casi rozando la enfermizo que demuestra tener madera de estrella por derecho propio a través de su relación con Brian y Max, su increíble voz en las actuaciones musicales en donde puede mostrar más facetas de sí misma y donde todo el rato con ella da la sensación de estar viendo a una leyenda darlo todo en el escenario, como si cada actuación fuera su canto de cisne.
Pero por mucho que haya lugares como el Kit Kat Club que sirvan como un lugar feliz temporal para huir de la miseria, más pronto que tarde toda esa realidad acabará llegando hasta ese rincón, tal y como deja entrever ese círculo perfecto de terrorífico cierre de Cabaret. E incluso en esas circunstancias, cuando parezca que todo está perdido, siempre quedará algo de arte por lo que levantarse y luchar, pues como bien reza el dicho, “el espectáculo debe continuar”.