Llego tarde, lo sé. Pero tuve la oportunidad de asistir a la gala inaugural de la Mostra de València Cinema del Mediterrani 2025, donde se presentó La Cena, la nueva película de Manuel Gómez Pereira, y debo decir que pocas veces una inauguración ha logrado un equilibrio tan perfecto entre el entretenimiento y la reflexión. La película, que llega avalada por un reparto coral y por un texto original de José Luis Alonso de Santos, se adentra en un territorio que el cine español pocas veces se atreve a explorar con humor: la posguerra, la humillación de los vencidos y la euforia de los vencedores.
Durante el festival, pude conversar con los actores y el propio director, y todos coincidían en definirla como “una comedia de urgencia”. Una expresión que resume el espíritu del filme: la necesidad de reír para sobrevivir, de encontrar una rendija de humanidad en medio del desastre.
Una comedia de urgencia: reír porque no queda otra
Esa idea, la de una comedia de urgencia, no es una etiqueta publicitaria. Es casi una declaración ética.
La urgencia aquí es doble: la de los personajes, que deben preparar un banquete para celebrar la victoria franquista mientras traman su huida, y la del propio relato histórico, que necesita ser contado desde otro ángulo, desde la risa incómoda y la ironía mordaz.
Como me explicaba uno de los actores en la Mostra, “la urgencia no es solo del momento histórico, sino de nosotros como sociedad. A veces, solo riéndonos somos capaces de mirar el pasado sin apartar la vista”. Esa frase resume a la perfección el alma de La Cena: una película que se ríe para poder recordar.
El argumento: cocinar para el enemigo
La historia, ambientada en los días posteriores al final de la Guerra Civil, gira en torno a un grupo de cocineros republicanos presos a los que se les encarga preparar el banquete de celebración del nuevo régimen. El lugar elegido es el Hotel Palace de Madrid, epicentro simbólico de los vencedores.
Mientras los militares preparan sus discursos, los presos preparan los platos. Y mientras unos celebran, los otros planean fugarse. El contraste entre ambos mundos (la cocina y el salón del banquete) articula toda la tensión narrativa y moral del filme.
El guion, firmado por Joaquín Oristrell, Yolanda García Serrano y el propio Gómez Pereira, respeta la estructura teatral del texto original, pero amplía el universo con una riqueza visual que solo el cine puede ofrecer, con pinceladas de inspiración a “Jojo Rabbit”, “Gran Hotel Budpest” o incluso “Malditos Bastardos”, como señala Gómez Pereira.
Los personajes: entre la obediencia y la rebelión
Mario Casas, en el papel del joven teniente encargado de supervisar la cena, aporta un matiz interesante: no es un villano, sino un hombre que cumple órdenes sin comprender del todo su alcance. Representa la banalidad de la obediencia, el rostro humano del vencedor que no sabe lo que celebra.
Alberto San Juan, en el papel del maître, ofrece una interpretación magistral, llena de sutileza y contradicción. Es un hombre que ha aprendido a sobrevivir bajo cualquier bandera y que usa la cortesía como mecanismo de defensa.
La actuación de Asier Etxeandia es intensa y magnética, capturando perfectamente la rigidez y el fanatismo de su personaje, Alonso, jefe del Tercio de la Falange. Su presencia impone tensión en cada escena, convirtiéndolo en un villano creíble y memorable. Domina los matices de crueldad y arrogancia sin exagerar, manteniendo realismo. En conjunto, su interpretación eleva el conflicto central de la película y marca un punto fuerte en el reparto.

El humor como espejo moral
La Cena es, como apuntó Gómez Pereira en València, “una película sobre la risa en tiempos en los que no se podía reír”.
Su humor no busca aliviar, sino desenmascarar. Reírse del poder es, aquí, un acto de resistencia. En ese sentido, la película dialoga directamente con Tarantino (Malditos Bastardos) y Wes Anderson (El gran hotel Budapest): ambos directores utilizan la estética y la comedia como herramientas para hablar de tragedias históricas sin caer en la solemnidad.
Sin embargo, La Cena lo hace con un sello propio: el de la ironía española, esa mezcla de sarcasmo y ternura que permite sobrevivir incluso a lo insoportable.
Y, como ocurre en La vida es bella de Roberto Benigni, el humor se convierte en un refugio emocional. No en una negación del horror, sino en una forma de seguir siendo humano frente al poder deshumanizador.
A mi juicio, esa comparación es pertinente: si Benigni hacía reír dentro de un campo de concentración, Gómez Pereira lo hace en una cocina vigilada por militares. La diferencia es histórica; en España una guerra civil, en Alemania un genocidio, pero la emoción es la misma: la necesidad de encontrar belleza y risa en medio del miedo.
Una estética entre lo teatral y lo cinematográfico
La puesta en escena alterna la precisión de la comedia con el peso simbólico del drama. La cocina, con su calor, sus humos y su claustrofobia, es una trinchera; el comedor del hotel, con sus lámparas y su pompa, un escenario grotesco del poder.
La dirección de arte evoca el Madrid de 1939 con un detalle casi obsesivo, y la fotografía, cálida y amarillenta, dota a la película de un aire entre la nostalgia y el absurdo.
En varios momentos, la película roza la farsa, pero nunca pierde el equilibrio. La risa, incluso cuando es liberadora, deja siempre un poso de incomodidad.
Una sátira que también es espejo del presente
La Cena no es solo una película de época. Es también un comentario sobre la España actual, sobre su manera de procesar o de evitar su propio pasado. En la Mostra, los actores insistían en que la película no pretende dar lecciones morales, sino abrir un espacio para hablar de aquello que aún incomoda.
Esa, quizás, sea la mayor virtud del filme: logra que el espectador se ría, sí, pero también que se pregunte de qué se ríe realmente.
La Cena es, en definitiva, una obra brillante y necesaria. Una comedia de urgencia, en el sentido más profundo del término: hecha con prisa emocional, con necesidad histórica, con hambre de memoria.
Porque al final, cuando se apagan las luces del comedor y solo queda el eco de las risas, La Cena nos recuerda algo esencial:
toda celebración tiene su precio, y toda memoria merece un plato en la mesa.












