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Crítica de Los años de Super 8 de Annie Ernaux en Filmfilicos

La costumbre con la que grabamos vídeos con el simple gesto de sacar nuestro móvil, nos aleja de la magia que aún persiste en el cine. Estamos muy lejos de entusiasmarnos por la posibilidad de grabar para siempre ese momento eterno que estamos viviendo. La saturación de cámaras en nuestros bolsillos que dificultan la visión en los conciertos que nos hacen olvidarnos de observar lo que está sucediendo. No grabamos para que perduren, sabemos que no volveremos a mirar esos vídeos. Grabamos por costumbre porque hemos olvidado cómo se hacía antes.

Los años de Super 8 es un película documental creada de pedacitos de lo que un día compuso la vida de la escritora Annie Ernaux. Comienza contando la historia de la primera cámara Super 8 que su marido y ella adquieren con la ilusión de aquellos que empiezan a prosperar en la vida y, aún temerosos de perder lo conseguido, lo capturan en una cinta para que no se pierda en el olvido.

Quien graba casi siempre es el marido de Annie con planos que recogen escenas cotidianas al llegar del supermercado o el colegio. “Vivimos una situación extraordinaria. Alegre pero teñida de una especie de violencia. No sabemos qué hacer con el nuevo tiempo que arrancamos de nuestra vida” la autora describe el sentimiento de aquellos que entienden que sus movimientos ya no serán tan libres como fueron porque planea sobre ellos la sombra de la grabación. La necesidad de actuar para contentar a quien graba y componer la máscara de cordura que todos debemos llevar.

La voz en off apela a unos orígenes humildes que configuraron su carácter, pero que vemos desvanecerse en las distintas grabaciones. Desde Annecy a Cergy-Pontoise. Un par de enamorados que disfrutan de la familia que están construyendo. Que ven crecer a sus hijos y acumulan posesiones materiales, hogares y viajes para darles todo aquello que ellos no tuvieron. La mujer que se divide entre madre y esposa que cuida, hija que soporta los reproches silenciosos de esa madre viuda que vive con ellos y la escritora que se encierra a escribir a escondidas los libros que sabe que destruirán su armonía.

Hay momentos de absoluta belleza capturados para siempre en esas cintas de Super 8 que no necesitan de la narración para transmitirnos el paso del tiempo. El amor del principio que se refleja en esos planos al atardecer de Annie o en su vestido amarillo brillando con los rayos del sol. La vida pasa, los años pesan en la relación y aunque hacen lo posible por escapar del tedio, visitando Albania, Chile, España o Portugal, la relación se está enfriando, los planos cada vez son más lejanos. Y la propia escritora se sorprende al revisitar las cintas y comprobar como en las últimas películas, su silueta se difumina como si fuera simple atrezzo en el paisaje.

Sonrisas sinceras que dan paso a otras forzadas. Niños alegres que se convierten en adolescentes que ya miran de otra manera, que saben perfectamente lo que ocurre. Siempre con el trasfondo cultural y político desde los ojos de dos intelectuales de izquierdas que viajan cargados de su ideología y sueños. Obviando muchas veces la realidad que los rodea.

“Era a la vez alegre y melancólica. Era yo. Éramos nosotros”

Muchos años después de que la cámara se apagara. Annie y su hijo David Ernaux-Briot, encienden el proyector y ordenan recuerdos que creían enterrados, para componer una hora de documental biográfico que basta para condensar muchas vidas.

Valoración totalmente subjetiva: Los años de Super 8 es Magnífica. No daba un duro por esta película con esa premisa tan típica y aburrida. No muestra nada especial, nuevo o diferente. Pero logra transportarte a los años en los que tu padre se empeñaba en grabarlo todo y tú te enfadabas porque sabías que esas cintas morirían en el olvido.

La nota de filmfilicos
Autor/a
(AKA )
Autobiografía: Zulay Montero estudió Periodismo por culpa de su libro favorito de pequeña: Sheila la Magnifica, en el que una niña creativa (y un poquito mentirosa) montaba un periódico durante un campamento de verano. Con el tiempo, la realidad de los medios de comunicación fue rompiendo sus sueños hasta hacerla caer en el lado oscuro de la publicidad. Ahora está de vuelta, retomando su pasión y dejando salir su auténtica voz: irónica, cruel y satírica, esa que se escondía tras la máscara de pretendida cordura que construyó para encajar. También es fan de cantar mal por la calle, estudiar filosofía para que su vida sea aún más absurda y trabajar en marketing mientras monta una ONG de comunicación solidaria. Pura contradicción e hipocresía. Frase: "Tonterías. Solo lo dices porque nadie lo ha hecho nunca" - La princesa prometida
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Road House. De profesión: duro

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