¿Liberación espiritual o retirada del mundo? La religión es un problema intelectual sobre el amor, y sospecho que hay más cadáveres con el corazón roto en las iglesias que en Tinder.
Yo seré muchas cosas en esta vida, pero seguro que neomística no.
Por eso me sentí tan desubicada al terminar de ver Los domingos, la última película de Alauda Ruiz de Azúa. Medio atravesadita, dubitativa, vulnerable como un cervatillo cegado por las luces del coche. Como si mis certezas fueran más blandas, más fofas.
Eso es la fe para mí: la capacidad de soportar la duda.

El filme trata sobre una menor de edad que quiere meterse a monja ante el estupor de su desestructurada familia. En apenas dos horas, Ruiz de Azúa te arroja a la cara dos realidades fundacionales del mundo sin darte la última pieza del puzzle, para que lo completes con tus filias y tus fobias.
Qué delicia para el intelecto. Qué pavor para las convicciones férreas.
«No me gusta hacer intervención divina pero a mi baby yo lo voy a stalkear, pa´ poderlo enamorar»

Ainara (Blanca Soroa), con 17 años y toda la vida por estrenar, debería escoger ya una carrera universitaria. Trazar ese mapa claro que tranquiliza a los adultos.
Pero ella, casi en secreto, ha empezado a escuchar otra llamada mucho más honda: se siente cada vez más cerca de Dios y contempla la posibilidad radical de una vida de clausura.
Ay, la pobre, tan chiquitita.
La realidad es que la niña, atrapada en mayor o menor medida por los tentáculos de la religión, es una herida gigante. Todo en ella es dolor. Huérfana de madre y a efectos prácticos también de padre: un tipo con la misma sensibilidad de una máquina expendedora, al que el amor por su familia le caducó hace tiempo. En el lado opuesto, su tía: feroz, atea, dulce, radical. Odiadora de la liminalidad. Ella, semper furiosa.
En ninguno de los dos encuentra consuelo la niña rota.

La fe como spa emocional: necesitamos atención divina y la necesitamos ya
Llegados a este punto una se pregunta cómo de auténticos son los motivos que nos empujan a tomar una decisión. Piénsalo. ¿Elegimos de manera genuina? ¿Lo hacemos desde la desesperación y el rechazo a lo que ya no queremos?
Pues qué sé yo, chica. Lo que sí tengo claro es que, a pesar de que la experiencia mística es real, en la película la fe aparece como una urgencia existencial, no como una llamada divina. Dios se presenta como una posibilidad de huida, como un spa emocional al que recurrir cuando todo se nos hace bola.
La evidencia es clara en la escena de la niña rompiendo a llorar en el reclinatorio, durante la misa de su abuela. Automatiza el discurso y le vemos el truco al artificio: «tú eres mi padre, tú eres mi padre, a ti me entrego». Una vez y otra y otra. ¡Es casi una invocación! La niña ha aprendido lo que tiene que decir para que le hagan caso, para que la cojan en brazos. Es una bebé pidiendo atención.

Yo no me creo el amor cuando necesita mucha genuflexión para funcionar.
¿De verdad hay que arrodillarse tanto para que nos quieran?
Entiendo el efecto balsámico, de verdad. Con Dios no hay que pararse a regatear la vida, pero no es preferible una existencia tutelada a asumir el riesgo del libre albedrío. Tan bello. Tan doloroso. Tan salvaje. Tengo la sensación de que últimamente estamos dispuestas a aferrarnos a cualquier cosa antes que experimentar el dolor. A replegarnos. A entregarnos, hechas trizas, en brazos de un Dios que no nos va a defraudar.
A las chicas atravesadas por el mundo todo nos es inmenso, y cuando caemos lo hacemos desde más alto, pero claudicar es una confesión de fracaso y sumisión que no pienso aceptar. Por muy fea que se ponga la cosa.
Ser nosotras no es fácil, pero seguiremos pataleando. Seguiremos siendo más griegas que latinas y entendiendo el amor como Agápē: nunca una determinación humana, siempre una nota constitutiva de la realidad.











