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Saltburn

Cuando un director o directora ha tenido un debut excelente todas las miradas están sobre esa persona para confirmar si efectivamente, los espectadores estamos ante algo más que una promesa temprana, o si por el contrario, se trató solo de la suerte del principiante. Una regla cruel pero no por ello menos válida. Este es el caso de Emerald Fennell, que con su ópera prima Una joven prometedora sacudió tanto a crítica como público y le valió finalmente el Oscar a mejor guion original. Ahora ha llegado el momento crucial con su segunda película, quizás una cinta incluso más polarizadora que la primera pero que a indudablemente sitúa a Fennell como una directora y guionista de innegable talento y que desde ya resulta obligatorio seguirle el paso. Hoy os hablo de Saltburn.

Oliver Quick es un estudiante novato y humilde de Oxford en el año 2006. Allí conoce a Felix, un estudiante muy adinerado y objeto de deseo de todo el campus, Oliver incluido. Debido a un pequeño problema familiar por parte de Oliver y gracias a la amistad que entablan ambos, Felix le invita a pasar el verano a la mansión con su excéntrica familia, una estadía que supondrá un verano inolvidable tanto para Oliver como para toda la familia.

Si hay algo que queda claro tras ver la breve pero estimulante filmografía de Fennell es que es una experta en jugar con las expectativas del público para luego subvertirlas de una manera retorcida pero cargada de humor negro y crítica social, de modo que el resultado no es tan incómodo que obligue a apartar la mirada. De este modo, la presentación de Oliver comienza como una aparente historia de coming of age adolescente o universitaria sobre el deseo y la diferencia de clases con un aparente discurso que simplemente está ahí pero que tal vez su desarrollo sea muy superficial. Y hasta la llegada a Saltburn el filme parece tratar tan solo eso con unos destellos de oscuridad y violencia, pero con este punto de giro de cambio de escenario a la gigantesca mansión inglesa que supone el inicio del segundo acto, esos aparentes cimientos se transforman en algo mucho más perverso.

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Al entrar en escena la peculiar familia adinerada de Felix, hay mucho margen para que la sátira sobre la clase rica se desate sin piedad. Y todo ello bajo una exquisita fotografía a cargo de Linus Sandgren resaltando la pomposidad, el colorido, el exceso y las altas temperaturas del verano en medio de a campiña inglesa que no hacen más que envolver todo ese discurso y esa subversión entre purpurina y colores neón dándoles una sensación de no tomarse demasiado en serio a sí misma a la par que juega con la oscuridad subyacente del desdoblamiento continuo de la personalidad de Oliver mediante planos espejo. Mencionar también la cuidadosamente elegida banda sonora entre canciones populares de mediados de los 2000s y grandes éxitos de la música británica que casan a la perfección con determinadas escenas y contribuyen a este sentimiento de sátira desenfadada con un filtro colorido y con más intención cómica que otra cosa.

Sin embargo, detrás de los muros de Saltburn, como suele ser habitual en este tipo de historias, no es oro todo lo que reluce ni mucho menos. Porque no hay que perder de vista que la historia inicia centrándose en el deseo de Oliver, en este caso un deseo también muy acentuado por la fotografía, la composición musical, el propio guion y la interpretación de Barry Keoghan hacia Felix. Un Felix que no podría tener una decisión de casting más acertada que la de Jacob Elordi, pues el actor encaja con el prototipo de hombre atractivo capaz de despertar deseo sexual tanto en hombres como mujeres en un entorno universitario con el plus de contar con una gran fortuna a su nombre. Desde el primer momento las intenciones de Oliver hacia Felix están claras, solo que la cinta es capaz de sacudir hasta el tuétano porque uno no sabe hasta qué punto Oliver está dispuesto a usar todo lo que tiene con tal de conseguir a Felix.

Con esas intenciones ocultas y no tan ocultas de Oliver, todo está permitido en Saltburn, quizás con intenciones más provocadoras por parte de Fennell cuyo objetivo más primordial sea el de escandalizar a la audiencia que de mostrar la obsesión, los deseos o el estado mental de Oliver. Y a medida que va avanzando el metraje, entre toda la fastuosidad que presenta la historia hay mucho espacio para giros de guion alocados, que llevan presentes desde el minuto uno de la película pero que están ocultos a propósito para que cuando llegue el momento adecuado el golpe de gracia en cuanto al género y los personajes sea brutal. El decidir sí todo esta bien llevado o por el contrario es una pamplina dependerá de cada espectador, pero lo que es incuestionable es que se trata de un viaje extrasensorial que pone patas arriba cualquier idea preconcebida que se podía tener del filme.

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Por supuesto, además de la increíble labor de Emerald Fennell como directora y guionista en el resultado final de la película está el trabajo de los actores. Empezando por un encomiable Barry Keoghan transparente con la mirada en todo momento pero complejo con sus emociones y muy perverso en sus intenciones finales, ocultadas con una maestría impresionante; así como un Jacob Elordi que podría haber quedado reducido al objeto de deseo de Oliver pero que en muchas escenas demuestra que es más que una cara bonita elegida aleatoriamente, y Rosamund Pike como la matriarca de la familia, cuya recitación de one liners justifica por mucho su presencia en la cinta.

Es incierto el destino que se le puede augurar a esta película ya que para algunos será una broma vacía con ínfulas provocadoras mientras que para otros podrá ser elevada a la categoría de culto. Pero todos debemos dar las gracias por propuestas que den tanto que hablar como esta y que al fin y al cabo, sea una experiencia incapaz de dejar indiferente a nadie.

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