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Solo nos queda bailar | Blog de cine

En un mundo que parece más convulso a medida que va pasando el tiempo, se ha convertido en un derecho y casi se podría decir que en un deber luchar por el respeto de todas las personas, especialmente por aquellas en desventaja a las que en más de una ocasión se les niega sus derechos. Es por ello por lo que en honor al mes del Orgullo LGBT he optado por rescatar una película con el objetivo de que pueda tener un poco más de visibilidad, por muy pequeña que sea. Se trata de Solo nos queda bailar.

Merab es un joven bailarín que desde muy pequeño lleva practicando en la Compañía Nacional de Danza de Georgia con su compañera y pareja de baile Mary. Pero la llegada a la clase de baile de Irakli sacudirá el mundo de Merab, pues Irakli no solo se convertirá en su rival directo de danza, sino también en su objeto de deseo.

Solo nos queda bailarEs probable que a la mayoría del público le resulte desconocido un país situado en el Cáucaso como es Georgia. Sin embargo, desde los primeros minutos de la cinta se puede vislumbrar cual va a ser el principal conflicto de la trama a la vez que se hace un pequeño barrido sociocultural del país, pues a través de la danza se hace mucho hincapié en los roles de género. El cómo los chicos ante todo tienen que ser fuertes y varoniles, la severidad de los adultos sobre los más jóvenes, la importancia que se le concede al nicho familiar de cualquier índole, la importancia del honor, tanto si es hombre como si se es mujer; o la incansable capacidad de los vecinos para ser entrometidos. No son características necesariamente exclusivas del país ex soviético, pero ilustran a la perfección como es la vida allí con unas pinceladas.

En ese retrato como sociedad conservadora en el que se promulga la masculinidad tóxica y los valores familiares, no es de extrañar que por desgracia la comunidad LGBT esté tan mal vista a ojos generalistas. Y pese a lo delicado de la situación, la película no se centra exclusivamente en el trato que se le da allí al colectivo, algo que es de agradecer, pues de nuevo con un par de diálogos y unas breves reincidencias queda todo claro sin necesidad de resultar melodramático. Asimismo, es de gradecer que el romance entre Merab e Irakli se desarrolle con calma, pero con firmeza, hasta que llega un punto en el que la tensión entre ambos resulta insoportable por toda la acumulación delicada que se ha ido desarrollando ante sus ojos y ante los espectadores.

Además del retrato del país en general y de la homosexualidad en particular, el otro pilar fundamental de la historia es la danza. El baile como forma de expresión que reafirma el carácter local de la historia, que refuerza esos roles de género y que para Merab es su mecanismo de liberación, tanto por su complicado entorno familiar como por el autodescubrimiento coming of age que le va llegando gracias a Irakli. Es inevitable que algunas de estas características recuerden a Billy Elliot en cuanto a masculinidad y escape, aunque luego los derroteros sean ligeramente distintos. E igualmente resulta fascinante contemplar el absoluto control que ejerce sobre su cuerpo y la determinación con la que ejecuta el baile como si su vida dependiese de ello.

Solo nos queda bailar

Más allá de lo bien tratados y equilibrados que están todos los temas propuestos, la película resulta absorbente desde los primeros minutos. Ya sea por la belleza a la hora de ejecutar los bailes, por la información en pequeñas dosis que se va dejando caer en cada encuadre, por los tonos cálidos que se emplean en una historia que podría resultar estéticamente fría y aséptica; o por la cercanía que demuestra la cámara en mano, que nunca pierde de vista a sus protagonista ni sus emociones, que sabe cuando debe acercarse a los personajes y cuando dejarles respirar y sabe perfectamente cuando su enfoque se siente voyeurístico de forma justificada.

Por supuesto, hay que resaltar el mérito de los actores, y más si se tiene en cuenta que tanto Levan Gelbakhiani como Bachi Valishvili, Merab y Irakli respectivamente, son debutantes. Ambos demuestran una química que traspasa la pantalla y en ningún momento da la sensación de que se trate de su primer trabajo ante las cámaras, pues ambos poseen una naturalidad innata para conducir el relato. Hay que destacar especialmente a Gelbakhiani, pues refleja de manera excelente la disciplina de la danza y la inocencia adolescente del enamoramiento con un amplio abanico de emociones. Y aunque los personajes principales sean ellos, no hay que perder de vista a Mary o David, pues tienen más matices de lo que podría parecer a simple vista y eso se traduce en momentos muy emotivos que desembocan en un final para el recuerdo.

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