30 días de oscuridad
Dado que en más de una ocasión he comentado con gran entusiasmo por aquí la pasión que despiertan en mí las historias de vampiros, no debería resultar sorprendente la película que vengo a comentar hoy. Película a la que desde hace tiempo le debía un revisionado y que con suerte confirmaría las buenas sensaciones que me dejó en su día. Se trata de 30 días de oscuridad.
Basada en la novela gráfica homónima de Steve Niles y Ben Templesmith, la acción se sitúa en Barrow, un pequeño y remoto pueblo de Alaska que durante 30 días de invierno se ve sumido en una noche perpetua. Este fenómeno supone un escenario perfecto para un grupo de vampiros que acecha al pueblo dispuestos a darse un festín. Ante tal amenaza, el sheriff Eben Oleson, su mujer Stella y el resto de los habitantes de Barrow deberán sobrevivir hasta que vuelva a salir la luz del sol.
Al no estar familiarizada con la novela gráfica que adapta, mi opinión va a basarse íntegramente en la cinta como medio independiente. Y lo cierto es que, con un planteamiento tan goloso, el film da todo lo que promete. Desde un prometedor inicio en el que un extraño se dirige al mencionado pueblo y en el que la naturaleza adquiere gran dimensión y cierta espectacularidad para mostrar el aislamiento pasando por un survival en Barrow que podría ser más propio de las películas de zombies hasta la misma llegada de los vampiros, que, si bien tiene muchísimo de terror y de fantástico, no se puede negar que también tiene influencias del western. Y salvo su comienzo más centrado en presentar a los personajes y sus dinámicas personales, el ritmo prácticamente no decae a lo largo de todo el metraje.
Es de agradecer que el director David Slade sepa medir con más o menos soltura los tiempos para cada situación. De este modo, se tienen escenas en las que la tensión se puede cortar con un cuchillo, en las que los jumpscares son muy efectivos y que se juega con la amenaza hasta cierto punto invisible en un entorno rural hostil, similar a lo que sucedía en La cosa. Por otro lado, cuando la acción entra en juego es muy frenética y se ayuda de un montaje muy rápido que en momentos puntuales bordea tanto la rapidez que no se distingue la acción, pero afortunadamente sortea ese obstáculo y por norma general lo que sucede en pantalla se distingue con claridad. Y por supuesto, no podía obviar la violencia y en especial la sangre, porque el que se acerque a la película buscando hemoglobina que sepa que la va a obtener.
Esto me lleva al que seguramente sea el mayor acierto de la historia: Los vampiros. Sin llevar a cuestas una mitología compleja, aquí se muestra a los vampiros en su faceta más depredadora, con un físico grotesco e impactante (todo ello gracias a la inestimable labor del departamento de maquillaje), como monstruos asesinos que disfrutan infligiendo dolor, que viajan en grupo numeroso y que lo único que les mueve es una infinita sed de sangre. Y pese a las actitudes más animales que poseen, son criaturas muy astutas y que en varios momentos demuestran estar muy encima en cuanto a capacidades de los seres humanos, llegando a situarse más que nunca en la cima de una macabra cadena alimenticia. No afirmo que esta cinta haya inventado a los vampiros sádicos, pero sí da gusto recuperar brevemente su lado más terrorífico.
Por el contrario, los personajes humanos no resultan interesantes en exceso ni tampoco poseen unas grandes motivaciones más allá de sobrevivir. Tampoco ayuda que los actores protagonistas, Josh Hartnett y Melissa George, sean más bien limitados y que tengan nula química. Quizá el que más destaque, aparte de los vampiros, sería Ben Foster, quien hace del extraño forastero que llega al pueblo con intenciones sospechosas y no exento de ciertos delirios. Ya por destacar otros aspectos más negativos, el paso del tiempo no está bien plasmado, sino todo lo contrario; y el guion tiene algún que otro deus ex machina sangrante. Pero a pesar a sus defectos, es un entretenimiento dignísimo al que el paso del tiempo ha tratado bastante bien.