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Reseña de la película La serpiente y el arco iris

A la hora de hablar de grandes maestros del terror en el cine, es normal que dichos nombres sean recordados por sus obras más populares o las que más impacto han tenido a la hora de construir un legado. En el caso de Wes Craven está claro que su nombre estará para siempre ligado a Pesadilla en Elm Street y Scream. Pero para haberse ganado la etiqueta hace falta algo más que dos iconos del terror, es necesaria una filmografía que acredite el título, y con un reconocimiento tan grande gracias a Freddy Krueger y Ghostface suele ser habitual olvidar la filmografía de esos grandes nombres, a veces injustamente. Dado que se acerca Halloween, que mejor ocasión para indagar en profundidad con una película que merece mucho más reconocimiento: La serpiente y el arco iris.

Basada en el libro homónimo de Wade Davis, la historia sigue a Dennis Alan, un antropólogo de Harvard que en su viaje a Haití tiene la misión de investigar sobre los efectos de una misteriosa sustancia muy ligada al vudú que podría tener propiedades anestésicas hasta el punto de crear zombis. Pero su búsqueda por los confines de Puerto Príncipe con una situación cada vez más convulsa en el país, Dennis se adentrará en unas tinieblas mucho más siniestras de los que podía haber imaginado.

Con la llegada del siglo XXI, los zombis han tenido un renacer que ha llegado a todos los ámbitos de la cultura, llegando a ser un fenómeno de masas comparable al de los vampiros. Pero para que esta vuelta a la vida se haya producido (ja) tiene que haber habido un enfoque que haya hecho que estos muertos vivientes se adapten de algún modo a los nuevos tiempos. Este enfoque claramente deja atrás la figura del zombi más clásico y lo sustituye por uno que es veloz y normalmente el pobre sujeto es víctima de una enfermedad o de un experimento fallido, por lo que en más de una ocasión ha surgido el debate sobre si son zombis o es más conveniente emplear el término infectados. Polémicas aparte, el zombi más primigenio no solo se caracterizaba por su lentitud al caminar, sino que el propio zombi estaba directamente relacionado con la magia negra, en concreto el vudú, y la proliferación de estas prácticas se da en Haití. Para terminar de cercar el círculo, el propio término “zombi” es de origen haitiano, y si uno acude a un diccionario encontrará que la primera acepción de la palabra no es otra que “persona que se supone muerta y reanimada por arte de brujería con el fin de dominar su voluntad”.

Al no estar familiarizada con el libro La serpiente y el arco iris, solo puedo ofrecer mi perspectiva de los visto en la película. Se nota que Wes Craven tiene muy presente está imagen del zombi y del vudú y como ambos conceptos son indivisibles entre ellos y como se irá descubriendo a lo largo del metraje, es algo que forma parte de la raíz de Haití. Y es que si uno se detiene a pensarlo con frialdad, es una práctica terrorífica no solo por ser capaz de encontrar un limbo entre la vida y la muerte peor que cualquiera de los dos, sino que es el hecho de que alguien pueda doblegar la carne y el alma para sus propósitos más ruines, dejando reducido al sujeto a una macabra marioneta si nos ceñimos a la primera definición del zombi y al propósito original. Los zombis que aquí se arrastran fuera de las tumbas no son solo cadáveres putrefactos en busca de cerebros de los incautos, son de algún modo almas atrapadas en sus cuerpos sin capacidad de reacción, sufriendo silenciosamente en su piel y rogando porque el tormento cese. No hay más que ver el aspecto de ciertos pacientes del hospital o la mirada de Christophe para darse cuenta de que no son más que almas en pena atrapadas en una prisión corpórea sin salida aparente.

La serpiente y el arco iris

Todo este ambiente asfixiante más allá del tratamiento y el funcionamiento del vudú en sus ámbitos más sobrenaturales como en los más prácticos, la cinta se beneficia enormemente de la atmósfera tan realista que se plasma por las calles de Puerto Príncipe. La decadencia entre una teórica calma, aunque la gente sabe mucho sobre el mal ajeno que los acecha y que desde las sombras los domina con mano de hierro, como si en el fondo estuviese grabándose un documental y dando como resultado un filme que sería la prima perdida entre Holocausto caníbal e Indiana Jones y el templo maldito: una pesadilla sacada del corazón de las tinieblas que te obliga a mirar imágenes grotescas procedentes del mismo infierno. Aunque es de agradecer que entre toda las oscuridad y la maldad pura que se va desmarañando, que Craven sobre todo de cara al clímax decida añadir alguna que otra dosis de humor después de haber visto lo peor. Y ese humor no podía estar mejor resuelto que con los prácticos efectos especiales a medio camino entre lo hilarante y lo terrorífico, un sello del director por otra parte.

Y entre todo el ambiente ultra realista y a la vez pesadillesco, hay dos actores que destacan por sí solos. Bill Pullman como el protagonista Dennis Alan en un papel que le exige tanto física como psicológicamente y del que es seguro que una vez terminada la filmación se hubiese ganado un merecido descanso; y el otro sin duda es Zakes Mokae como Peytraud, el hombre que controla el lugar y que siembra toda clase de terrores a su antojo, encarnando todas las maldades imaginables.

En resumen, da gusto ver una aproximación tan malsana al origen de los zombis en La serpiente y el arco iris, que prácticamente tiene todo para el seguidor más incondicional del terror.

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Road House. De profesión: duro

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