Midsommar
Similar a lo que ha sucedido con Jordan Peele y su Nosotros a principios de año, Ari Aster volvía con su segundo trabajo para enfrentarse a la prueba de fuego y ver si el éxito cosechado con Hereditary iba a ser la constante de su trayectoria o un golpe de suerte. El momento llegó y me inclinaría más a pensar lo primero, pero con ciertos matices. Os hablo de Midsommar.
Un grupo de amigos americanos, entre ellos la pareja formada por Dani y Christian que no atraviesa su mejor momento, se disponen a viajar a Suecia, concretamente a una recóndita aldea donde los lugareños van a celebrar su festival de verano, el Midsommar. Pero lo que parece un lugar idílico no tardará en volverse una tortura para los visitantes.
Si uno ha visto el anterior largometraje de Ari Aster, en esta ocasión ya pueden identificar sus marcas estilísticas, tanto las técnicas como las narrativas: El uso de unos zooms y paneos muy suaves que guían con sutileza y cierta maestría el ojo del espectador, que a raíz de esa construcción de planos se den multitud de escenas en plano secuencia y que los actores aprovechan al máximo para lucimiento personal, un ritmo pausado para acabar estallando por los aires a lo grande, unos personajes muy marcados y asfixiados por el duelo y una capacidad innata para crear atmósferas e incomodidad. Esto último supone una diferencia casi total con su anterior trabajo, pues si bien la dirección artística, la banda sonora y la fotografía siguen siendo excelentes, en Midsommar toda esa ambientación se produce al aire libre, bajo una abrasadora luz solar y en un entorno rural. Y crear toda esa sensación de incomodidad con luz diurna y en un espacio aparentemente bucólico es cuanto menos admirable.
Retomando el asunto de la atmósfera, al haber vendido la cinta dentro de un subgénero denominado “terror folk”, las comparaciones con películas como El hombre de mimbre son inevitables. Sin embargo, por el tipo de entorno y por el detonante de estudiantes americanos yendo a Europa en busca de diversión, pero topándose con lo contrario podría tener más similitudes con Holocausto caníbal e incluso Hostel. Al llegar a ese corazón de las tinieblas se puede apreciar de forma más clara un choque entre la sociedad occidental y las tradiciones paganas con una rica e interesante mitología de fondo que pone a los personajes contra las cuerdas literal y metafóricamente, obligándoles a enfrentarse a sus demonios.
Sin revelar mucho de la trama de Midsommar, se puede también afirmar que muchos de los elementos que Aster utilizaba en su otro trabajo están aquí presentes. Pero sí anteriormente todos esos elementos que usaba con el cierre de la película adquirían un nuevo sentido y quedaba todo muy bien atado, no creo que se pueda decir lo mismo en esta ocasión. El ritmo peca de ser excesivamente pausado (no habría estado de más pasar un poco de tijera en la sala de montaje), da la sensación de poca claridad sobre qué quiere contar la cinta y se mueve en esa finísima línea entre resultar una ridiculez o una genialidad. Y en mi caso puedo entender a los espectadores de ambas opiniones, pues una vez finalizada la misma el trabajo de asimilación sobre lo que uno acaba de ver es una ardua tarea, y solo el tiempo decidirá hacia donde se inclina la balanza o si puede quedarse en un terreno medio.
Pese a que en apartado técnico la mayoría pueda concordar que es de sobresaliente y en la narrativa sí puede haber más disonancias, Florence Pugh logra ser el corazón de la película donde brilla casi tanto como ese sol que parece no ponerse en el horizonte. Sostiene una gran cantidad de primeros planos como una profesional y su angustia y dolor traspasan la pantalla de forma desgarradora. Y aunque el resto de los personajes a excepción de Christian no tengan el impacto ni la fuerza arrolladora de la propia Pugh, es de agradecer que se hayan zambullido en este proyecto sabiendo la locura que es.
No me atrevería a recomendarla con fervor a nadie. Lo que sí puedo asegurar es que no es una película que cause indiferencia y que, tras su visionado, resulta difícil quitársela de la cabeza o asimilar con calma las imágenes que han desfilado ante las retinas.