En 2016, la propia Disney hizo una apuesta por dos películas de animación originales, Zootrópolis y Vaiana, teniendo ambas resultados a nivel de crítica y público bastante satisfactorios. Por otra parte, parecía que Pixar desde hace unos años solo hacía secuelas de éxitos pasados en las que cualquier comparación resultaba odiosa. Sin embargo, este año Pixar confía en dos estrenos originales, siendo Onward el primero de ellos y de momento la estrategia le ha salido bien.
Ambientado en un mundo de fantasía suburbana, Ian y Barley son dos hermanos elfos que se embarcan en un viaje de aventuras para saber si la magia todavía existe en su mundo y ver mediante la magia si pueden pasar un día con su padre fallecido.
En lo primero que uno puede reparar mirando la película es cómo las líneas entre lo que se presupone de una cinta de Disney y de una cinta de Pixar están tan difuminadas que a efectos prácticos son imposibles de diferenciar. Por un lado, está ese sentimiento de apelar a los más pequeños mediante gags visuales y por otro lado tienen momentos muy específicos y más emotivos en los que se dirigen a los adultos, y como no podía ser de otra manera, se fusionan a la perfección. En esta ocasión, más que nunca, se presenta una aventura de corte muy clásica tanto para los estándares de la propia compañía como para todas las historias de aventura o fantasía más propias del terreno literario y que en general el ritmo no tiende a decaídas bruscas. Además, el germen de la historia también tiene una pequeña reflexión sobre el mundo actual y como parece que este en cierta forma ha perdido su “magia”.
Esta aventura además de estar a medio camino entre el homenaje y la parodia de los juegos de rol y la narrativa prototípica del genero fantástico, tiene como gran atractivo el mundo creado. Del mismo modo que sucedía con Big Hero 6 o con la propia Zootrópolis, el trabajo de construcción de mundo es espectacular. A pesar de que no se explore por completo todas las posibilidades que tiene, los detalles están muy bien trabajados, desde los personajes, ciertas tareas cotidianas, los oficios de los mismos personajes o gags visuales y verbales muy bien planteados gracias hipérboles u oxímoron que funcionan como un reloj perfectamente engrasado, que cuando tienen que ir a más van a más y no decaen.
Y si ciertos personajes secundarios e incluso episódicos tienen momentos de brillantez, los dos hermanos son el corazón de la película. Cada uno tiene sus diferentes conflictos y temores internos relacionados con la familia y con la personalidad. En el caso de Ian, se le añade la capa de coming of age, haciéndole un personaje muy real y con el que es fácil empatizar. Y el viaje entre Ian y Barley, quienes no pueden ser más diferentes, fortalece su relación como hermanos regalando momentos muy bonitos que evidentemente, con la experiencia que uno tiene, desembocará en un cierre lacrimógeno también marca de la casa.
Para finalizar, aunque resulte repetitivo a estas alturas, es cierto que a la factoría del ratón y a sus subdivisiones de animación no hay quien les tosa en cuanto a técnica. Más allá de las texturas y los tamaños en un mundo tan creativo como el que muestran aquí, es digno de admirar que cada vez en la animación 3D con la que trabajan consigan espacios más fotorrealistas y que ya no se hagan tan extraños a la vista. Un buen ejemplo de este trabajo puede verse en escenas relacionadas con la profundidad de un abismo o con el diseño del agua, que parece capaz de traspasar la pantalla.
En resumidas cuentas, qué bien le sienta a Pixar hacer cosas fuera de sus secuelas sin ser la mejor película original que han hecho, pero tiene todo lo que se podía esperar de ella. Esperemos que este nuevo rumbo de volver a contar historias originales haya llegado para quedarse una temporada.
