Pídeme lo que quieras
Pídeme lo que quieras es una novela de Megan Maxwell que, como todo lo que toca, se convirtió en un fenómeno de masas. Su adaptación al cine era algo inevitable, aunque me cuesta imaginar qué tipo de público podría estar interesado en una historia como esta.
La trama sigue a Eric Zimmerman, un empresario alemán que, tras la muerte de su padre, viaja a España para supervisar las delegaciones de su empresa. En la oficina central de Madrid, conoce a Judith, una joven que inmediatamente atrae su atención. Pronto, ella se deja llevar por la atracción que él ejerce sobre ella y acaba involucrándose en sus juegos sexuales, llenos de fantasías y erotismo. Junto a él, descubre que todos llevamos dentro un voyeur y que las personas se dividen en sumisas y dominantes.
Al igual que en Cincuenta sombras de Grey, los protagonistas son hermosos, el uno para el otro, algo que claramente pertenece más a la fantasía que a la realidad. Desde el momento en que se conocen, todo me parece completamente ridículo, tanto el desarrollo de su relación como, por supuesto, el desenlace.
Dirigida por Lucía Alemany, cuya filmografía previa no apuntaba a este tipo de atmósfera, la película pierde en comparación con otras propuestas más ambiciosas. Echo de menos las películas eróticas de verdad, esas que fueron prohibidas en su tiempo y que hoy son auténticas piezas de culto, como Instinto básico, Crash o Eyes Wide Shut.
Si Gaspar Noé o Pier Paolo Pasolini vieran Pídeme lo que quieras, probablemente sentirían vergüenza ajena. Las secuencias de sexo son exactamente lo que uno esperaría de una serie de la misma categoría que Élite, como si en España solo Julio Medem supiera cómo rodar este tipo de tramas.
No sé de dónde salieron Gabriela Andrada y Mario Ermito, pero sus actuaciones parecen sacadas de una novela turca. La química entre ellos no la encuentro por ningún lado, y los diálogos están plagados de clichés.