The Addiction
Quien me lea con asiduidad sabe de sobra mi debilidad por los vampiros, pues considero que son unas criaturas que encajan bien dentro de diferentes concepciones narrativas: Un monstruo asesino que no tiene ningún rasgo de humanidad, una criatura encantadora y seductora guiada por la lujuria, un personaje fanfarrón que disfruta de su naturaleza y va sembrando el caos allá por donde va, alguien que se aferra a su humanidad como un clavo ardiendo y se cuestiona continuamente quién es y larguísimo etcétera. Pero más allá de los rasgos físicos y personalidades que posean, estas famosas criaturas nocturnas también sirven como excelentes metáforas, como es el caso de la película de hoy: The Addiction.
Kathleen Conklin es una estudiante de postgrado de filosofía en Nueva York. Una noche, es mordida por una mujer vampiro, y a partir de ese momento Kathleen experimentará varios cambios en ella, entre los que destacan su aparente incesable sed de sangre y la búsqueda de sentido a su existencia.
Me gustaría incidir que antes que una cinta de vampiros, que por ende se la podría encuadrar dentro de los géneros de terror o fantasía, se trata de una película dramática por encima de todo, profundamente existencialista donde tal vez el terror venga en forma de divagaciones o bien no se presenta como tal hasta casi el clímax del filme. No es casualidad que Kathleen sea una estudiante de filosofía, pues sirve como la excusa perfecta para dar rienda suelta a sus monólogos internos y externos, así como también a diálogos en los que se hace preguntas sobre la existencia, la culpa, el pecado en el sentido antropológico y religioso o sobre qué tan podrida está la sociedad.
En ese sentido la película no se lo pone fácil al espectador. Las retahílas filosóficas de carácter existencialistas son largas y puede dar la sensación de que las palabras no llevan a ninguna parte o que no hay una intencionalidad clara más allá de rellenar metraje. Y podría ser uno de esos casos en los que la paciencia tiene su recompensa final de manera muy grata, pero lo cierto es que la cinta no engaña a nadie. Lo que se muestra al principio es el tono global, por lo que es tarea del espectador decidir si quiere adentrarse en ese submundo urbano decadente o si huye de la verborrea que muchos pueden tildar de pretenciosa.
Pero por muchas divagaciones que se hagan, la metáfora principal es muy evidente: El tratamiento del vampirismo como una adicción autodestructiva con toda su crudeza, similar al de la drogadicción. Por supuesto que se ve la sangre, se muerden los cuellos, los espejos se cubren y la luz del sol resulta fatal para los no muertos, pero hay una ausencia de colmillos, hay jeringuillas para que la metáfora quede todavía más patente y un enfoque tremendamente pesimista sobre la propia existencia del vampiro. Se los dibuja como criaturas que solo actúan movidas por su sed de sangre destruyendo todo a su paso, con sus momentos de temporal lucidez debido al chute y la consiguiente bajada ante la privación de la hemoglobina. No hay absolutamente nada de poderoso ni de fascinación ante los vampiros, tan solo más miseria. Y también se podría dar la lectura metafórica del vampirismo como desencanto con el mundo académico, particularmente con el de la filosofía tal y como le ocurre a Kathleen.
Toda esa atmósfera de podredumbre no podría estar mejor representada en el blanco y negro que elige la película, ayudada de la cámara en mano casi documental que recorre todos los rincones de los barrios más marginales de Nueva York como si tratase de plasmar la imagen más sucia de la Gran Manzana y dándole cierto toque de atemporalidad. Los movimientos de cámara se limitan a planos fijos para que los actores de rienda suelta a su interpretación, así como suaves paneos característicos del cine más independiente. Mencionar también el papel de la iluminación, que al igual que el subtexto de la película, juega en innumerables ocasiones con los claros y los oscuros de la ciudad.
Lili Taylor como Kathleen es la absoluta protagonista del relato. Y lo cierto es que carga bien sobre sus hombros todo el peso que ello supone, desde que se la ve por primera vez como una estudiante inquieta hasta su transformación donde no solo tiene un cambio evidente de actitud, sino también de imagen. Como ella empieza a vestirse con ropa más oscura, como gana cierta confianza en sí misma pero como también comienza a tener más preguntas sin respuesta respecto al mundo que le rodea y como se va volviendo una persona más solitaria. En general se trata se un trabajo contenido salvo de cara al final, donde se permite alguna que otra licencia entendible para desatarse en una escena en particular que no pude evitar rememorar uno de los momentos más célebres del Exorcista. Si bien la ristra de secundarios no es escasa, el papel de Taylor está tan por encima del resto que de manera inevitable eclipsa al resto, salvo en el caso de Christopher Walken. Su aparición es más testimonial, pero el actor aprovecha cada minuto en pantalla para dejar su impronta, mantener un interesante cara a cara con Kathleen y resultar totalmente creíble en su rol.
En líneas generales, se trata de una cinta que su existencia se debe a las cavilaciones filosóficas y que puedan resultar excesivas para una gran parte del público, pero lo compensa con su tratamiento del vampirismo con una metáfora que le va como anillo al dedo resultando en una película bastante particular.