Un asunto de familia
Tras salir victorioso de la pasada edición de Cannes con el máximo galardón bajo el brazo, recibir el premio Donostia en el festival de San Sebastián, que su cinta esté preseleccionada para obtener el premio de mejor película de habla no inglesa en la próxima ceremonia de los Oscars y recibir un sinfín de premios, el último trabajo de Koreeda ha llegado a las salas del país, mejor tarde que nunca.
Después de uno de sus hurtos cotidianos, al volver a casa Osamu y su hijo se encuentran a una niña a la intemperie en pleno invierno. Ambos deciden rescatarla de la calle y llevarla a vivir con ellos. Al principio, Nobuyo, la mujer de Osamu, se muestra reacia a la decisión, pero no tardará en encariñarse con la pequeña. Tras este suceso, la familia continuará viviendo con una relativa normalidad, al menos hasta que un imprevisto amenace los cimientos sobre los que se sustentan los lazos familiares.
Como viene siendo habitual con el director japonés, la familia es el centro de esta historia y de la mayor parte de su filmografía. Basta echar un vistazo al material promocional de la película y a su propia sinopsis para darse cuenta de ello. Sin embargo, Koreeda se mueve como pez en el agua entre el tono más dramático y el cómico, y puede la historia fluye de un tono al otro con gran facilidad. Es un placer ver algo tan simple como a un par de niños intentando cometer un hurto en una pequeña tienda y que ambos consigan ponerle al espectador una sonrisa en la cara pese a que la situación no tiene nada de graciosa, y con la misma soltura un par de escenas después uno ve como Yuri cuenta el porqué estaba en la calle y siente escalofríos en el cuerpo.
Si bien es cierto que no tiene un devenir narrativo estrictamente marcado, el filme se toma su tiempo para explorar la vida y los conflictos de cada uno de sus personajes (personalmente, entre todos ellos destacaría a Jyo Kairi y Miyu Sasaki, los dos niños, por la dualidad entre inocencia y madurez a la que deben enfrentar ciertas encrucijadas), revelando que todos tienen cosas que ocultar. Con unos planos secuencia fijos en los que priman las conversaciones trascendentales o las banales, o bien la familia reunida en torno a la mesa con un plato de fideos, la base sobre la que se apoya la película no es otra que la cotidianidad como bien mostró el director en su otro trabajo Después de la tormenta.
Más allá de ver casi de forma voyeur el día a día de una familia peculiar, la cinta propone reflexiones en base a la pobreza y a la familia. Debido a unos códigos morales impuestos por la sociedad, la mayoría puede afirmar que robar es algo que bajo todos los puntos de vista está mal, y, sin embargo, Koreeda propone que sea el público el que replantee si el robar está bien o está mal, todo depende de la situación y del contexto. Esta misma dependencia de las circunstancias es aplicable a la familia, y es que, ¿qué es familia al fin y al cabo? ¿Un grupo de personas con las que se comparten vínculos sanguíneos? ¿Un grupo de personas que quieren lo mejor para ti? ¿Un grupo de personas a las que uno elige y con las que puede tener plena confianza? Todo depende del prisma con el que se mire la situación.
Pese a todo lo comentado respecto al tono y la sensación de normalidad, su tercer acto es una bofetada en toda la cara. Uno puede intuir que el frágil castillo de naipes sobre el que se ha erigido toda esa familia puede desmoronarse en cualquier momento, pero no puede imaginarse que tenga ese cierre un tanto desolador, dando a entender que no todas las intenciones nobles esconden algo bueno detrás. Desde luego, un cierre que rompe un poco con lo establecido hasta ese momento y que deja al espectador pensando y emitiendo el último juicio moral sobre la familia.