El vicio del poder (Vice)
Enhorabuena, fans de House of Cards. Si como yo disfrutasteis como osos con un rico panal de miel de los entresijos de la política americana, de sus cloacas disfrazadas de límpidos pasillos y formales despachos, y de la ausencia de límites, ética o valores de sus protagonistas, Vice está hecha para vosotros. Como siempre habíamos sabido, el castillo de naipes creado por Fincher y protagonizado por Kevin Spacey y Robin Wright, se acerca más a la realidad que a la ficción. Lo cual, si lo piensas, da más miedito que Seven.
Adam McKay, su director y guionista (La gran apuesta, 2015), escoge la controvertida y hermética figura de Dick Cheney, quien fuera vicepresidente de los EE.UU. durante el mandato de George Bush Jr., para presentarnos una crítica feroz al sistema político de dicho país y a los que manejan sus hilos. La historia de Cheney, en realidad, no difiere mucho de la de otros colegas de profesión: chico nada brillante pero con ínfulas de poder, debidamente avivadas por su (mucho más inteligente pero limitada por su género para la vida pública por las convenciones sociales) bonita esposa, escala puestos con más habilidad que un chimpancé y menos conciencia que el propio Satán (el discurso de Bale en los Globos de Oro de este año resulta ser bastante acertado) hasta alcanzar la cima del poder. Solo que aquí la verdadera cima se esconde tras un cargo aparentemente nominal y anodino.
Tan solo con ver el trailer, intuyes que uno de los puntos fuertes de la película se halla en sus interpretaciones: Bale se caracteriza y mimetiza con Cheney hasta tal punto, que el actor diluye sus propios rasgos tras capas de grasa y una mirada más fría que la del propio Patrick Bateman (el asesino protagonista de American Psycho, uno de sus papeles más icónicos). Bale reina durante toda la película, apoderándose de cada escena con su lenguaje corporal, sus gestos y posturas, mientras su personaje hace lo propio con la economía, el ejército, la política exterior y las administraciones de la nación. Sin embargo, es cierto que el resto del elenco no desmerece a su protagonista. Amy Adams, que lo mismo te hace de princesa Disney que de viceprimera dama, nos regala una actuación llena de detalles y matices, como una Lady Macbeth en la sombra, la mujer junto al hombre poderoso, la que lo guía y espolea. Adams, cuya caracterización, si bien no tan redonda como la de Bale, es igualmente acertada, retrata de forma magistral a Lynne Cheney y deja entrever la ambición frustrada de una mujer que tuvo que conformarse con el papel de madre y esposa incluso intuyendo que sus capacidades superaban a la de su esposo.
El oscarizado Sam Rockwell (Tres anuncios en las afueras, 2017) como George Bush Jr. (no me imagino cuántos vídeos del antiguo presidente habrá visto para clavar esa cara de pazguato con la naturalidad con que lo hace, con un maquillaje tan sutil como efectivo) y Steve Carell como el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld (en una actuación sin tacha pero que queda inevitablemente eclipsada por la de sus compañer@s) completan el reparto de esta película, en la que también destaca, por su fidelidad con el hombre real, Tyler Perry como el Secretario de Estado Colin Powell.
Hasta aquí, Vice podría haber sido tan solo otro biopic más, por supuesto a tener en cuenta gracias a las brillantes caracterizaciones e interpretaciones de sus protagonistas. Sin embargo, McKay la ha convertido en todo un alarde de originalidad y ritmo gracias a su increíble montaje. El dinamismo de los saltos de tiempo (siempre respondiendo a conexiones emocionales o metafóricas), la inclusión de metraje real y falso metraje real, los gags cómicos (¡Sí!), la voz en off (un zasca para aquell@s que argumentan que es un recurso de guionistas vagos que sólo sirve para tratar a los espectadores de ineptos incapaces de entender los diálogos)… convierten sus 2 horas y 10 minutos de metraje en una experiencia diametralmente opuesta al aburrimiento. La risa se alterna y hasta se mezcla con la indignación, la impotencia, el dolor y el asombro. Si no fuera porque los hechos que se relatan son reales, la calificaría de comedia negra. Quizá eso es lo que al final intenta decirnos McKay: que la vida no es más que una comedia negra, negrísima, y que, desgraciadamente, nuestras existencias dependen de los que escriben los chistes.