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El Conde

Con toda la trayectoria que llevo a mis espaldas escribiendo líneas por estos lares, mi amor por los vampiros debe ser ya una seña de identidad personal. Es bien sabido que me gustan en casi todas sus vertientes y sus metáforas por no decir todas, y si en algún momento se presenta una película o una serie capaz de presentar un nuevo enfoque sobre esta mítica criatura, me faltará tiempo para hincarle el diente. Por eso cuando supe la premisa de la nueva cinta de Larraín mis cejas se alzaron hasta la línea del cuero cabelludo y mi atención estaba más que garantizada.

Augusto Pinochet, el dictador fascista en Chile durante la segunda mitad del siglo XX es en realidad un vampiro de 250 años, que al no poder soportar el mal recuerdo presente en los desagradecidos ciudadanos de todo el país ha perdido las ganas de vivir, por lo que se encuentra aislado en la parte sur de Chile. Ante este pesimismo y su alto deseo de morir de una vez, su familia planea repartirse la jugosa herencia, pero ellos nos vendrán solos, sino que una visita inesperada le dará a Pinochet una nueva sed de vida.

Con esta premisa tan disparatada y la vez tan brillante, hubiese sido muy fácil que Larraín se hubiese limitado a que la figura de Pinochet fuese tan solo una metáfora política, una evidente al fin y al cabo pero no por ello menos válida si al final no se ha prodigado tanto la idea: que un político o un alto cargo del gobierno se haya dedicado a aterrorizar durante su mandato a la gente que en teoría juró proteger causando el deterioro del país, sembrando el miedo y la muerte allá por donde pisaba, succionándolo todo mientras él seguía rebosante de vida a costa de los demás, con una sed de sangre implacable casi como si se tratase de un parásito y dejando un legado en forma de leyenda negra cuya sola mención del nombre es objeto de supersticiones y controversia así como una enfermedad en el territorio que está lejos de ser erradicada. Visto así, no es muy diferente el rol de un político con ínfulas dictatoriales con el del Conde Drácula. Es entonces de agradecer que Larraín no se haya quedado solo en la superficie de la metáfora, sino que haya ido unos cuantos pasos más allá para mezclar el terror gótico, la sátira, el drama histórico y la comedia más absurda.

La forma que tiene la película de comenzar como si se tratase de un cuento que mezcla la mejor fantasía y el horror es todo un acierto, acompañado de una misteriosa voz en off en inglés (una decisión que al principio puede parecer arbitraria pero que en realidad tiene mucho más sentido a medida que avanza la cinta) que hace que todo parezca más siniestro y que presenta al protagonista y antagonista como el monstruo que es. La decisión de filmar en blanco y negro no hace más que acentuar ese ambiente onírico, o más bien de pesadilla delirante, y la mitología que crea en torno a Pinochet es fascinante. Es también de agradecer que el filme no escatime en detalles grotescos, en mostrar sangre y vísceras tanta dentro como fuera del plano, incidiendo más en ese sentimiento de horror y dejando patente que el tratamiento va más allá de los paralelismos más oscuros con la política. Sin embargo, la tarea más difícil de Larraín y de la que también sale victorioso es aquella en la que satiriza la figura del dictador, jugando a un juego donde entran el delicado equilibrio entre la repugnancia por los crímenes cometidos y el patetismo de Pinochet en la actualidad, donde su vanidad y su imagen pública al final son más fuertes que él, condenándolo al destierro más absoluto. En teoría no es un tono que debería funcionar, pero cuando se centra en su figura como pasado y presente resulta asombroso que funcione a las mil maravillas.

El Conde

Y si bien la trama de los hijos en particular teniendo la misma sed de sangre por devorar lo que queda de su padre en relación con la herencia y que cada uno a su peculiar modo resulten más patéticos como si se tratase de Puñales por la espalda, el nudo cuando se centra más en ellos y en el personaje de Carmencita es cuando la película da muestras de perder el control sobre sí misma, pues la sátira y la comedia absurda hasta el punto de resultar incómoda lo devora todo, como si la cinta y los acontecimientos trataran de expulsar al espectador de todo el micro universo construido para luego recuperarlo y volver a expulsarlo en un macabro baile. Tiene puntos álgidos donde la comedia es la reina indiscutible de la función y la carcajada ante lo absurdo está garantizada, pero como contraparte tiene unas situaciones que sobrepasan los surrealista y dejan a uno con el gesto torcido.

De entre todo ese logradísimo puñado de personajes que componen el reparto, por supuesto admirar el trabajo de Jaime Vadell como el mencionado Conde con esa dualidad entre terrible y patético y también el de Paula Luchsinger como Carmencita, esa figura extraña que irrumpirá en las vidas de la familia poniéndolo todo patas arriba y que podría parecer el último bastión de cordura entre todo ese entorno, o por lo menos eso parece a priori.

Es una lástima que sus curvas argumentales sean tan pronunciadas, porque todo el enfoque del vampirismo es muy original y está sumamente bien tratado para revisar y recontar la historia del mejor modo uno puede hacer: siendo veraz a los hechos, con ganas de reírse de uno mismo hasta cierto punto e insuflándole una nueva vida como nunca se había visto.

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