El jardinero fiel, dirigida por Fernando Meirelles y guionizada por Jeffrey Caine, adapta con pulso la novela homónima de John le Carré (2001). Desde el comienzo, la película se mueve en un terreno donde el amor, la intriga y el activismo se mezclan, llevándote de una historia de matrimonio hasta una conspiración farmacéutica que huele fatal. La novela del gran Le Carré ya traía esa mirada entre cínica y dulce, y la pantalla la pasa por el filtro del thriller íntimo sin soltar el compromiso.
Sinopsis de la película
Justin Quayle (Ralph Fiennes), un apacible diplomático británico en Kenia, pierde a su esposa Tessa (Rachel Weisz) de forma violenta. Lo que parece un crimen pasional accidental, se convierte en un laberinto de señales que empujan a Justin a investigar. Cuando descubre que lo que investigaba Tessa (una denuncia contra una multinacional farmacéutica que testa un medicamento peligroso en poblaciones vulnerables) es real, decide “acabar lo que empezó ella”; así agrava círculos de poder, compinches en Londres y Kenia, y una red más oscura de la ética médica.
Tessa Quayle, activista brillante y apasionada, se convierte en motor invisible de la película hasta el final. Justin sostiene un arco de vulnerabilidad dolorosa: pasa de jardinero distraído a detective sísmico. Danny Huston da vida a Sandy Woodrow, colega que guarda silencios oscuros; Bill Nighy encarna a Sir Bernard Pellegrin con ese porte aristocrático brioso; Hubert Koundé, Pete Postlethwaite y otros aportan capas humanas, desde el burocrático al sufrido.

Reseña de El jardinero fiel
El jardinero fiel no es cine elegante, es cine urgente con buenas formas. La dirección de Meirelles convierte el paisaje de Nairobi, los barrios marginales de Kibera y embajadas grises en un testigo incómodo y, a la vez, íntimo. La luz se filtra con melancolía por rincones polvorientos; la cámara no dramatiza, observa. La fotografía de César Charlone y la música de Alberto Iglesias arropan sin arrullar (ese teclado distante, los violines cálidos, el murmullo de alerta coral).
La tensión crece precisamente porque no hay fuegos de artificio, sino señales pequeñas que te apuñalan lento. Justin no grita; se derrumba. Rachel Weisz mereció y ganó aquel Oscar como mejor actriz secundaria porque su Tessa era parte luz y parte fuego, imposible de ignorar.
La película se aloja en la dériva moral: habla de cómo el desarrollo y la salud pública se venden como promesa, y se ejercen como extorsión. Ese trasfondo social late fuerte sin gritarlo: pone ojos a la explotación global, sin salpicar discursos fáciles. Todavía tengo en la retina ese contraste entre el campo de golf y al otro lado la pobreza más absoluta… Me conmueve porque me recuerda que, a veces, el cine que más te lapida es el que te muestra lo que hacemos con las palabras progreso y ayuda.
El jardinero fiel es elegante sin ser fría. Es directa sin ser burda. Te deja un sabor amargo, sí, pero con la certeza de que a veces amar es un acto político. Una película que muestra que el cine puede ser jardín… y cuchilla.











