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Si hay algo que caracteriza a la breve pero intensa filmografía de Alex Garland es la capacidad para no dejar indiferente al público. Y como no podía ser de otra manera, su nuevo trabajo continúa esa misma senda de polarizar a todos aquellos que se atreven a adentrarse en la película, quizás de la forma más extrema. Os hablo de Men,

Harper se retira sola a una casa durante un par de semanas en medio la campiña inglesa con el fin de sanar sus heridas tras sufrir una tragedia personal. Su aparente descanso pronto se verá interrumpido cuando descubra que alguien parece estar acechándola. Pero lo que parecía un incidente aislado no tardará en volverse un problema mayor, haciendo que Harper reviva los traumas que pretendía desechar.

Al hablar del trabajo más extremo de Garland, la conclusión es válida tanto para la forma como el contenido, por mucho que conserve los tics más representativos de su obra: un reparto muy reducido, una simbiosis entre la atmósfera más opresiva y enrarecida de los espacios cerrados con la serenidad de la naturaleza mostrando una vegetación indómita que parece que el hombre no haya tocado jamás, un constante jugueteo con los géneros de modo que se parte de un drama profundo para acabar desembocando en otros géneros como la ciencia ficción o el terror y mucho simbolismo, tanto que en ocasiones uno podría pensar que se trata de un ensayo de una película experimental. Ex Machina pese a su ritmo más pausado era un potente thriller que reflexionaba sobre cuestiones humanas empleando la ciencia ficción, mientras que Aniquilación claramente influenciada por la huella de Tarkovsky en Stalker hacía saltar por los aires su tercer acto dejando al público tal vez con más preguntas que respuestas. Y Men es la yuxtaposición de los anteriores trabajos del director.

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Nada más conocer a Harper, uno intuye más allá de la sinopsis que lleva una pesada carga consigo y que esa pequeña escapada rural parece ser una leve salvación. Todo el trasfondo de Harper se va revelando poco a poco sin paños calientes, de modo que es fácil empatizar con su situación y desear que sus heridas puedan cicatrizar. Sin embargo, la llegada a la casa rural que ha elegido para pasar los días desde el primer momento hace que salten las alarmas en ella y en el espectador. Desde el inquietante propietario de la casa, ya sea por su aspecto físico, su tono de voz o su actitud; algún desajuste menor que tenga la casa como bien se encarga de explicar el propietario, por lo que la estancia puede empezar con algún problema menor o el hecho de que las paredes estén pintadas de rojo, el color de la violencia, tradicionalmente el color asociado a la masculinidad pero también al amor (pues la línea entre la violencia y el amor es terriblemente fina) son algunos de los sutiles detalles que se enquistan en el cerebro y que hacen un excelente trabajo poniendo en alerta el cuerpo.

Y es que con el trasfondo de Harper y las situaciones que van sucediéndole en el paisaje rural, situaciones que por otro lado si se es mujer es habitual que le hayan sucedido a una, ella en ningún momento deja de estar expuesta a la masculinidad tóxica, amparada y perpetuada desde cualquier posición laboral, desde cualquier institución y desde el principio de los tiempos. El hecho de que prácticamente esté sola solo la hace más vulnerable al ojo masculino, una mirada y unas palabras que en muchas ocasiones no son conscientes del daño que causan a su paso en un ciclo que parece no tener fin. Todas estas micro situaciones del día a día acaban desgastando a Harper hasta que llega a un punto de quiebre que se da transcurrida la primera hora de la cinta.

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A partir de esa marca la pesadilla cobra otro matiz, donde el suspense y el thriller dan paso al terror con todos los elementos que se han ido mostrando con anterioridad, desembocando en una sucesión de imágenes incluso más surrealistas, de puro body horror y algo de terror más folk, tanto que algunos espectadores podrán calificar de un rematado disparate y que terminará por tirarles la película abajo. Pero para quien escribe estas líneas, si bien lo que se ve en pantalla en algún instante puede pecar de muy excesivo e incluso pretencioso, una vez superado el shock inicial y analizándolo todo en frío, no es algo que Garland se haya sacado de la chistera por arte de magia, sino que todos esos significados y metáforas han estado ahí desde los primeros fotogramas del filme, aunque por supuesto, todo queda abierto a la interpretación y los significados que pueda hallar uno pueden ser radicalmente distintos a los de otra persona, enriqueciendo el debate una vez circulan los créditos por la pantalla.

Con un reparto tan limitado y una premisa y unas formas tan arriesgadas, gran parte de esta propuesta se vendría abajo de no ser por sus actores, quienes logran una labor titánica. Por un lado está Jessie Buckley como la atormentada Harper con todas las fases de su dolor, cargando con una culpa inabarcable y cuyo registro desde la angustia y la impotencia más absoluta a la plena serenidad es sensacional. Y por otro lado Rory Kinnear, el actor designado para darle cara, literal y metafórica, a todas las vertientes de la masculinidad tóxica convirtiéndose en un auténtico camaleón e inquietando con su mera presencia.

En resumidas cuentas, desde el prisma de la masculinidad tóxica más leve la bola va creciendo para terminar convirtiéndose en una pesadilla onírica, surrealista y bizarra de auténtico terror en una propuesta que está destinada a generar opiniones contrapuestas, pero de vez en cuando se agradece una película capaz de generar dicha división y suponerle cierto reto al espectador.

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