Una pastelería en Tokio
El cine culinario suele ser un festín para la vista, y combina a la perfección con todo tipo de géneros, desde el drama (Como agua para chocolate, 1992) a la recurrente comedia (Un viaje de diez metros, 2014). Por lo general, entre el título de la película y su cartel puedes hacerte una idea acertada sobre qué tipo de historia vas a encontrarte entre plato y plato. Así que cuando, echando un vistazo al catálogo de Filmin, das con una idílica imagen cuajada de flores de cerezo que incluye una tierna abuelita y te promete pasteles en Tokio, te lanzas pensando que va a tratarse de un empacho de azúcar que te dejará una sonrisa bobalicona en la cara. Craso error.
La película comienza dándote lo que promete. Sentaro es un hombre de mediana edad que regenta una pequeña tienda de dorayakis (unos dulces típicos en Japón que consisten en dos tortitas de bizcocho rellenas de una pasta de frijoles llamada anko) situada frente a un parquecillo de cerezos. Un día, una anciana algo excéntrica pero absolutamente adorable, se ofrece a ayudarle a realizar un anko perfecto, una receta propia que le permitiría desterrar la versión prefabricada que él suele utilizar, y en consecuencia, mejorar las ventas. Al principio Sentaro, que no es precisamente la alegría de la huerta, se niega, pero tras probar el anko de la anciana Tokue, no puede resistirse y la contrata como su ayudante. Poco a poco, en la pequeña cocina se forjará una relación de amistad y admiración entre Sentaro, Tokue y Wakana, una estudiante de secundaria que es clienta habitual de la pastelería. Y justo cuando las cosas comienzan a irles bien a nuestros protagonistas, y tú estás ahí sentad@ disfrutando de tanto pastel, tantos consejos de abuela y tantos fotogramas llenos de rayos de sol y flores, ¡zasca!, te sueltan una bomba (metafórica, claro) y la película se torna en un drama que sólo puede terminar contigo buscando desesperadamente el paquete de kleenex en el fondo del bolso.
Lo peor es que una es algo masoca, y cuando llega su marido y le pregunta qué le pasa, responde con toda la dignidad que le permiten sus ojos y nariz congestionados: “¡Es que acabo de ver una película taaaaaaan bonita!”
Y es que en mi opinión, sin duda lo es. Su ritmo lento, deleitándose en los detalles de lo cotidiano y la naturaleza, propio del cine japonés más clásico, se convierte en una virtud en este filme. La fotografía e iluminación, aun siendo cuidadas, dotan a las imágenes de naturalidad y coherencia con la historia de Sentaro y Tokue. Una vez presentado, el drama detrás de cada uno de los protagonistas se cocina a fuego lento y con delicadeza, como el propio anko.
Los tres actores principales, representantes de tres generaciones del Japón actual, consiguen encajar a la perfección y en el caso de la veterana Kirin Kiki, ganarnos el corazón con sus espontáneos gestos y expresivas miradas. Masatoshi Nagase, más comedido pero igualmente convincente en su rol del triste regente de la pastelería, será quien registre un arco de evolución más diferenciado. Por su parte, la joven Kyara Uchida aporta el toque de dulzura y esperanza necesarios para equilibrar el sufrimiento y la tristeza que destilan los adultos.
Dirigida por Naomi Kawase (Aguas tranquilas), Una pastelería en Tokio inauguró en 2015 la sección Un certain regard del Festival de Cannes.