Velvet Goldmine
No es raro hoy en día encontrar en las carteleras biopics de artistas o grupos musicales con irregulares resultados, al fin y al cabo, suelen ser historias de ascenso y caída y viceversa que siguen funcionando como un reloj cargados de grandes temas que todos pueden corear, pues están incrustados en la memoria colectiva, o que incluso en algunos casos sirva para dar a conocer a nuevas generaciones la música y la figura de un cantante que pudo marcar una época. Sin embargo no es tan común ver a un director cuyo cometido sea el de encapsular una época, un movimiento o un estilo en particular sin ceñirse al formato del documental, por lo que el caso de Todd Haynes con la película de hoy es de una rareza maravillosa.
En 1984, al periodista británico Arthur Stuart se le encarga que haga un reportaje sobre Brian Slade con motivo del 10 aniversario de un incidente que cambió para siempre su trayectoria. Durante la década pasada de los 70, Brian Slade se convirtió en una gran estrella que fue contraria al movimiento hippie y en cambio se erigió una de las grandes figuras del glam rock, una influencia que directamente le vino dada gracias al cantante estadounidense Curt Wild y la relación que ambos mantuvieron.
Si quedaba alguien que creía que estaba ante una cinta convencional, con su desconcertante prólogo se le quitará de golpe esa idea, pues más de uno podría incluso pensar que se ha equivocado de filme. Y es que introducir diegéticamente de una manera poco ortodoxa el legado de Oscar Wilde puede que no estuviera en el cartón de bingo de muchos a la hora de reproducir la película, pero al descubrir que los temas principales van a ser el poder del arte durante un período difícil de la historia, dando lugar a un movimiento de contracultura revolucionario como puede ser la era dorada del glam rock y la capacidad transformadora sobre la sexualidad de una juventud desencantada con los modelos anteriores se entiende mejor que se use al famoso escritor irlandés como leitmotiv. Sobre el papel suena ambicioso y puede cuadrar bien en las manos correctas, pero las formas requieren de personalidad y de no tener miedo de llevar esa teoría a ciertos extremos.
Haynes opta por un enfoque desde varios puntos de vista con una narrativa no lineal, donde se mezclan el presente y el pasado para tratar de retratar a Brian Slade, por lo que los espectadores conocemos a esa superestrella desde varios puntos de vista que se sienten como verdaderos, pero que no escapan de matices dependiendo de quién es el narrador y de la relación que mantuvieron con Slade a lo largo de los años, convirtiendo su figura en alguien a quien no se termina de conocer del todo, en toda una estrella que para el gran público podía ser una manera y en su vida privada de otra muy distinta, o bien podía ser la misma persona sin alter ego de por medio, provocador, desafiante y directo en todas sus apariciones públicas, con una seguridad para pisar todos los escenarios que encandilaba a la juventud del momento. O incluso podía ser alguien que necesitaba de otros referentes para encontrarse a sí mismo artística y personalmente hablando. Todas las caras que se presentan de Brian Slade pueden no tener nada que ver entre ellas, y al mismo tiempo son perfectamente compatibles para formar su figura, una que homenajea directamente a David Bowie.
Detenerse en la espléndida recreación de la década de los 70 británica merece un párrafo aparte, pues desde las primeras escenas sabe conjurar a partes iguales el ambiente rural del interior del país, con un ambiente mucho más industrial y socialmente homogéneo con toda la purpurina, la extravagancia de los vestuarios, los peinados y el maquillaje tan teatral característicos del glam y de urbes como Londres que recuerdan a personajes vistos en Cabaret, The Rocky Horror Picture Show o más directamente, Hedwig and the angry inch. Si a ello también se le suma la decadencia y la rebeldía del punk más brutal y primigenio encarnado por Curt Wilde y la contraparte estadounidense muy deudora de Iggy Pop y Mick Jagger se logra la perfecta atmosfera efervescente y caótica, aderezada con mucha lisergia que en ocasiones dificulta seguir el hilo narrativo y se puede creer que la forma ha devorado por completo al contenido, pero respetando siempre la esencia de ese glam, de ese rock, de ese estrellato que no es un camino de rosas y que por naturaleza, es caótico en sí mismo.
Y la cinta podría perfectamente haberse conformado con ser el punto de vista de sexo, drogas y rock and roll de un periodo histórico donde ese lema era realmente una forma de vida. Pero la película va más allá de Brian Slade y Curt Wilde y su vida como estrellas, pues Arthur Stuart tiene un papel activo a lo largo de todo el filme. No solo como ojos del espectador a la hora de hacer su trabajo de periodista, sino que el público también sigue su viaje desde que es un adolescente en plena fase de autodescrubrimiento, donde la música juega un papel muy importante a la hora de forjar su identidad y su sexualidad, la rebeldía que le genera su nueva identidad respecto a su familia, el paso de vivir de un entorno rural a la gran ciudad donde parece encajar mejor y como toda esa vida llena de juventud, sueños y esperanza parece haberse quedado atrás 10 años después ahora que trabaja como periodista y es una persona mucho más seria. Todo un acierto el tiempo que el guion invierte en él, pues se puede ver de forma más tangible la influencia positiva de esas estrellas musicales en la juventud de la época.
Qué decir que no se pueda haber dicho ya de su reparto entregado por completo al proyecto. Desde un Jonathan Rhys Meyers que pocas veces ha estado mejor como Brian Slade, con esa timidez al principio al querer hacerse un hueco en la industria y los rechazos hasta saborear las mieles del éxito y tener una legión de seguidores a sus pies y a toda la prensa rabiando ante su actitud tan liberal para aquellos tiempos y su ambición de querer dejar una huella; pasando por un Ewan McGregor como Curt Wilde, donde lo da todo encima del escenario y en los estudios de grabación debido a su complicado pasado y a su adicción; y llegando hasta un Christian Bale como Arthur Stuart con un personaje lleno de matices que parece una persona distinta dependiendo si se observa su versión joven o su versión actual. Entre los tres se forma un tridente sin igual de dedicación donde todos logran ser memorables.
No es una película que se lo ponga fácil al espectador por las decisiones artísticas en cuanto a montaje frenético, pasajes lisérgicos u oníricos y narración no convencional, siendo en ocasiones desordenada y perdida en sí misma, pero es una experiencia tan particular con un director sin miedo a nada que no puedo hacer mas que recomendarla.