Bird
A lo largo de su carrera, Andrea Arnold ha mostrado un interés genuino por plasmar en su filmografía historias centradas en los márgenes de la sociedad y generalmente protagonizadas por mujeres y sus inquietudes, convirtiéndola en una de las voces más importantes del cine británico independiente. Para su nueva película, esos temas que han caracterizado a sus cintas anteriores son una parte primordial, pero con un giro de los acontecimientos que resulta sorprendente y a la vez estimulante.
Bailey es una chica de 12 años que vive en un edificio bastante deteriorado por su padre Bug y su hermano Hunter al norte de Kent, Reino Unido. Bug tiene otros intereses en mente, por lo que no está muy presente en la vida de sus hijos, mientras que Bailey que está a un paso de la adolescencia tiene las inquietudes propias de la edad y está buscando aventuras constantemente.
A los primeros minutos es notable la intención de Arnold de no esconder en absoluto el entorno miserable en el que viven Bailey y su familia, y los problemas entre ellos se presentan de manera muy clara. Pero al mismo tiempo es palpable que dentro de todos los conflictos y las condiciones tan duras a las que están sometidos sus personajes fruto del entorno en el que no les queda más remedio que vivir, que hay en halo de esperanza que los rodea y que evita que todo el relato se convierta en un desfile de miserias. Al igual que ciertos filmes del cine independiente, puede dar la sensación de que el viaje que emprende Bailey no es del todo claro o que no tiene un objetivo concreto, acrecentando más la confusión que puede sentir ella en ese paso de la infancia a la adultez hasta cierto punto autoimpuesto, pero todo dará un vuelco cuando en su camino se cruce Bird.
Con su primera aparición, queda claro que Bird es un personaje muy particular, uno que no encaja con el entorno y que parece vivir en su propio mundo, de ahí que se muestre con una actitud mucho más inocente, despreocupada y casi bobalicona, y con sus futuras apariciones se puede intuir en él que hay algo muy especial, casi como si se tratase de un personaje sacado de otro mundo. Los destinos de Bailey y Bird van a quedar entrelazados desde ese primer encuentro, y a medida que avanza el metraje y los teóricos objetivos quedan más claros, se necesitan el uno al otro para sobrevivir en una travesía realista que incide en esos bajos fondos de la sociedad británica pero con una aparente luz al final del camino.
Para lograr este aspecto tan realista más allá de la narración, Andrea Arnold se vale de la cámara en mano hasta el punto de que en algunas escenas más frenéticas los temblores son tan evidentes que parecen empañar el foco, volviendo toda la acción más cercana a un documental o a lo que podría ser el día a día de Bailey; el uso casi exclusivo de luz natural, deslumbrando las lentes que contribuye aun más si cabe a todo ese entorno realista, el marco de los 4:3 como si la película en sí misma fuera un recuerdo en forma de postal no tan agradable pero sí reconocible junto con la forma que tiene Bailey de ver el mundo a través de su teléfono móvil, en formato vertical, capturando lo cotidiano que tiene a su alrededor para convertirlo en algo extraordinario y creando pequeños recuerdos que sirvan como un escapismo, especialmente esas aves que son la gran constante del filme.
Y es que para la mayoría de las culturas la figura del pájaro es un símbolo de libertad, de protección, de la paz para algunos e incluso de un portador de buenas noticias. No es de extrañar que Bailey tenga fijación con las aves de su entorno, siempre de un lugar para otro volando en lo más alto del cielo, en bandadas bien organizadas como ese reflejo de todo lo que ella ansía. Y sin entrar en spoilers, la llegada de Bird a su vida puede ser vista como una figura de protección, una persona que puede dotarle de fortaleza para enfrentarse a todo lo que ella teme. Esta percepción va a ir a más en el intenso clímax, donde Arnold va un paso más allá insertando retazos de realismo mágico en la historia y dando lugar a un cierre agridulce pero en perfecta consonancia con el personaje de Bailey y con todo lo que se ha contado de su viaje.
Si bien los barrios bajos de Kent podrían ser el personaje principal, lo cierto es que la película se sostiene en gran parte a las actuaciones de ese triángulo que son Bailey, Bug y Bird. El gran mérito de todos ellos es ofrecer unas actuaciones descarnadas, en las que hace falta mucha valentía para desnudarse de la manera en la que lo hacen frente a la pantalla. Nykiya Adams como Bailey es la viva imagen de la fuerza y el coraje con una rabia latente a la largo del metraje, Barry Keoghan como Bug haciendo de ese padre más problemático demuestra que tiene muchos más registros de lo que cabría esperar con un personaje realista dentro de la Inglaterra olvidada (y su guiño a Murder on the dancefloor es hilarante) y Franz Rogowski como Bird es ese personaje que cada vez que aparece lo ilumina todo con su gran humanidad.
En líneas generales, es otra gran adición a la notable filmografía de Andrea Arnold, que combina a la perfección el cine social, el coming of age y la incursión en terrenos fantásticos y que hacen de ella una joya a tener en cuenta.