Madrigal
Ayer cumplí 40 años. Lo digo así, sin rodeos, porque es un dato objetivo, incuestionable, como que el cielo es azul o que las croquetas siempre están buenas. Pero claro, la cosa no es tan simple. Es una cifra redonda, de esas que te obligan a mirar atrás y adelante al mismo tiempo, como si fueras el dios Jano pero con menos pelo y más facturas. Y justo en esta fecha tan señalada, donde he recordado algunos de los pequeños descubrimientos que marcaron mi caminar, decidí volver a ver Madrigal, una película que en su momento me voló la cabeza. Fue la primera vez que, ya no como niño, sino como un joven adulto, sentí que el cine me sacudía de verdad. Y porque, con el tiempo, me he dado cuenta de que, en cierto modo, su esencia está en mi manera de escribir, me caló tan hondo, que a día de hoy sigo teniéndola impregnada en mis entrañas.
Sinopsis de la película
Madrigal es una película cubana de 2006 dirigida por Fernando Pérez. Y si intentas resumir de qué trata, podría decirse que es un drama con toques de thriller, romance y existencialismo, que juega con la mentira, la identidad y la percepción de la realidad. Vamos, que no es nada fácil de describir.
La historia nos introduce en la vida de Javier (Carlos Enrique Almirante), un actor que también escribe. O quizá un escritor que también actúa. O, si nos ponemos más precisos, un fabulador que convierte su vida en un teatro constante y que, como buen artista, se maneja entre la verdad y la ficción como si fueran ingredientes de un coctel de esos que empiezan dulces y terminan pegando fuerte. Javier se involucra con una joven llamada Luisita (Liety Chaviano Pérez), marcada por la inseguridad y por un secreto que la aleja del mundo. La relación que entablan, como todo en esta película, es más compleja de lo que parece. Lo que empieza como un juego de seducción e identidades, evoluciona hacia un laberinto de ficciones y realidades donde la mentira se convierte en un arma de doble filo.
Ay… y esa forma de llover… La lluvia es otra protagonista más de la película, menuda manera de llover, que termina calando hasta los huesos a los protagonistas, a la vez que la película me calaba a mi. La primera vez que la vi, me pareció revolucionaria. No os voy a engañar, en este nuevo visionado, la película no me impactó tanto, la vi de una forma más calmada, con menos asombro. Se nota que otras películas han sacudido mi universo desde entonces. Eso sí, sigo admirando su osadía. Es como cuando pruebas un plato exótico por primera vez: el asombro inicial puede no repetirse, pero el sabor deja huella. Y si hay algo que sigue resonando en mí, es esa conexión con la escritura. Porque en aquel entonces, yo ya escribía, pero jamás pensé que acabaría publicando un libro años después. Que loca es la vida a veces.
Quizás te preguntes como puedo terminar viendo películas tan recónditas como Madrigal, y más en aquella época donde todavía no existían las plataformas de streaming. Pues bien, por aquel entonces, Ana de Armas aparecía en la serie española El Internado, y como suelo hacer cuando un actor o actriz llama imperiosamente mi atención, comencé a bucear en su filmografía. Así encontré Madrigal. Resultó que Ana de Armas solo sale cinco minutos en la película, pero ya era tarde, la película me había atrapado completamente. Gran descubrimiento, sin duda.
Madrigal y el juego de la mentira
El tema principal de la película, quizás sea la mentira. Hay algo fascinante en las mentiras. No en las burdas, las que buscan engañar sin arte, sino en las que se construyen con cuidado, con intención de trascender la realidad. Madrigal habla de eso. Del teatro de la vida, de como nos construimos a base de ficciones, de las historias que nos contamos a nosotros mismos y a los demás, para poder seguir adelante. “No todo lo que parece, es”, dice la película en un momento clave. Y tiene razón.
Hace años, cuando escribí mis primeras críticas, me gustaba perderme en las divagaciones (más que ahora, vamos). La película era una excusa para hablar de cualquier otra cosa. Madrigal me recuerda a esa forma de escribir, porque ella misma se expande más allá de su narrativa: es una película que también se desdobla, que cuenta otra historia dentro de sí misma, que juega con su estructura para difuminar los límites entre realidad y ficción.
Y si algo he aprendido en estos años es que todos somos personajes de nuestras propias historias, con nuestras exageraciones, nuestras versiones de los hechos y nuestras narrativas convenientes. Madrigal simplemente lo pone en imágenes de una forma que sigue pareciéndome fascinante.
No sé si el Makelelillo del pasado imaginaría que el Makelelillo de la actualidad estaría aquí, escribiendo sobre esta película con el mismo entusiasmo, aunque con más arrugas y menos ingenuidad. Pero aquí estamos. Madrigal sigue siendo especial para mí, no solo por lo que cuenta, sino por cómo llegó a mí, por lo que significó en su momento y por cómo me conecta con aquel joven cinéfilo que empezaba a descubrir que el cine era mucho más que luces y sombras en una pantalla.
Ayer cumplí 40 años y sigo escribiendo. Y aunque mi estilo haya evolucionado (espero), sigue habiendo algo de Madrigal en él. Ese gusto por lo que no es evidente, por lo que juega con los límites. Quizá solo sea pura nostalgia. O quizá, simplemente, las historias que nos marcan nunca nos sueltan del todo.
Y ahora, si me disculpáis, voy a seguir celebrando mis recién estrenados 40 como se debe: viendo otra película y fingiendo que el tiempo no pasa. Porque, al final del día, todos nos mentimos un poco, ¿no?