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The Quiet Girl

Si bien en su inmensa mayoría los Oscar se dedican a realzar el cine angloparlante y en líneas generales con una clara predominancia de la industria estadounidense, es de agradecer que exista el apartado de mejor película internacional y que, aunque sea insuficiente, sirve como un pequeño aliciente para conocer qué clase de cine se hace en otros países y descubrir alguna joya, algo que tal vez bajo otras circunstancias pasaría desapercibido. Hoy os hablo de The Quiet Girl.

Basada en el relato de Claire Keegan, la historia se sitúa en la Irlanda rural de 1981 y se centra en Cáit, una niña de nueve años que vive completamente encerrada en sí misma debido a las negligencias que sufre en su hogar. Al llegar el verano, sus padres la mandan con unos parientes lejanos. Contra todo pronóstico, tanto Cáit como sus familiares se sienten cómodos con su mutua presencia, llegando a crear un vínculo muy fuerte entre ellos. Pero en esa nueva casa tan idílica también hay secretos que Cáit no tardará en descubrir.

Lo primero que debo aclarar es que no estoy familiarizada con el relato en el que se basa la cinta, por tanto solo puedo analizar en base a la película. Pero desde esos primeros minutos se puede intuir esa sensibilidad intimista que en ocasiones los países anglosajones saben tan narrar tan bien a su particular manera, donde el trasfondo tiene sombras pero la historia es un pequeño rayo de luz entre las tinieblas de la cotidianidad, siendo Aftersun también un buen ejemplo de esta sensibilidad y honestidad emocional. Y es que similar a lo que sucedía con Sin amor aunque resultando radicalmente distinta en sus formas, esta historia supone una pequeña llamada de atención sobre una realidad que resulta básica pero de tan básica se da por sentada cuando no siempre es así, y es que un niño siempre necesita el amor de un hogar o las consecuencias para todo el nicho del hogar serán devastadoras.

No es casualidad que Cáit haya decidido permanecer callada una vez se van desenvolviendo los entresijos de su familia ante los ojos del espectador, pues casi que ha visto obligada a ello, a pasar desapercibida, a no ser ninguna molestia, a limitarse a estar ahí sin hacer mucho ruido, o en su caso nada de ruido. Al menos hasta que se cuenta de que otra realidad es posible en otro entorno, donde tanto sus nuevos parientes como ella van creando ese vínculo de cercanía donde parecen necesitarse los unos a los otros sin esperar nada a cambio. Y con esa luz que es el cariño genuino, algo que Cáit no ha conocido en su vida, el director y guionista de la película Colm Bairéad, además de plasmar el filme como una pequeña postal nostálgica de recuerdos agridulces con formato 4:3 está muy pendiente de construir una atmosfera luminosa durante esos meses de verano en la mencionada Irlanda rural, donde las paredes de los hogares se sienten pesadas y cargadas de dolor pero donde hay espacio para un pequeño resquicio de luz una vez se sale al exterior o se va caminando por los senderos, generando así las escenas más emotivas de la cinta.

The Quiet Girl

Dado que se trata más de un estudio minucioso de personajes, la revelación se va tomando su tiempo en construirse, y se puede intuir en base a pequeñas pistas que han conducido hasta ese instante, demostrando que no solo es Cáit la que necesita cubrir un vacío que no sabe ni que tiene. Pero pese al tratamiento sobre el asunto del amor y el cariño y los efectos de su ausencia, en ningún momento la película busca la lágrima fácil ni hacer gala de una sensiblería sin parangón, sino que con su ritmo pausado, sus sutilezas y su sensibilidad pretende contar una sencilla historia que si bien es simple es capaz de traspasar barreras y consigue resonar poderosamente a través de algo tan sencillo.

Para transmitir esa honestidad y ese vínculo que traspase la pantalla no se necesita más que un pequeño reparto, uno en donde destacan dos actrices en particular por como usan de maneras muy diferentes el silencio, creando a su paso paradójicamente mucho ruido. La primera es Catherine Clinch como Cáit, quien hace un formidable trabajo de contención a su temprana edad mezclando la inocencia con el miedo de los más jóvenes y con la que resulta imposible no empatizar. Y la segunda es Carrie Crowley como Eibhlín, la nueva madre espiritual de Cáit quien a través de las sutilezas va expresando poco a poco el dolor que ha ido acumulando de maneta paulatina.

Puede que con un primer vistazo no sea una película llamativa, pero todas las teclas que toca las resuelve con muchísima elegancia y el poso que deja tras su paso hace que afloren sentimientos de una genuina calidez.

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